EPITALAMIO 

Ven Himeneo, ven Himeneo.

Un feliz joven
ya dobla el cuello
al dulce yugo
de un amor tierno;
ya en sus altares
quema el incienso,
y ardientemente
clamar le veo:
Ven Himeneo, ven Himeneo.

Todos se rinden
hoy a tu imperio,
y alegres viven
con ser tus siervos.
Sin ti los prados
quedaran secos,
ni correrían
los arroyuelos,
ni regalaran
al fácil viento
las tiernas aves
con su gorjeo:
Ven Himeneo, ven Himeneo.

La virgen tierna,
fijos al suelo
tiene los ojos,
los ojos bellos;
teme y desea,
mas bajo el velo
de la modestia,
tiene encubierto
el fuego dulce
de su deseo.
Ven Himeneo, ven Himeneo.

De Amores, Gracias,
y de tus Genios,
rodeado baja
del alto cielo;
ven, dios amable,
hijo de Venus,
da a los amantes
tu dulce beso;
sin ti, amor fuera
criminal fuego,
ni hubiera casto
puro recreo.
Ven Himeneo, ven Himeneo.

Así cantaba lleno de alegría
un coro de pastores;
y un coro de pastoras respondía:
En un hermoso prado,
donde la rica Flora
sus primores y galas atesora,
un bello altar yo miro consagrado
al dios de los amores
y al venturoso y plácido Himeneo.

El altar coronado
aparece de flores;
y las Ninfas y Gracias hechiceras,
de las más olorosas,
dos guirnaldas hermosas
componen placenteras.

¡Mil veces venturosas
las sienes delicadas
a las cuales un premio tan sagrado
el cielo en su bondad ha destinado!

Luego la compañía
ya el santo altar rodea,
ya por el verde prado se pasea.
Los pastores decían:
Ven Himeneo, ven; ven Himeneo,
y las tiernas pastoras repetían:
Ven Himeneo, ven; ven Himeneo,
¡Qué dulce alternativa!,
¡qué bella perspectiva!,
¡qué tocante espectáculo, formado
al placer de los ojos y del alma!

Ya las voces sonoras
se esparcen, se dilatan
en las alas del viento voladoras.
Al plácido ruido
de esta voz delicada,
parece recibir vida y sentido
aun la naturaleza inanimada,
pues a su voz los montes repetían:
Ven Himeneo, ven; ven Himeneo.

Fácil el dios desciende rodeado
de sus Genios parciales,
que anuncian a lo lejos su venida;
con su tea encendida
vienen mil cupiditos retozando
y festivos cantando
dulces himnos, canciones celestiales.
Llegaron al altar, y los zagales
con ardiente porfía
se alegran, como nunca se alegraron;
así cual suele siempre bulliciosa
la república libre de las aves
esforzar más los cánticos süaves
cuando aparece el día,
y el fiel esposo de la tierna aurora
con su llama benigna y apacible
las altas cumbres de los montes dora.

Toma el dios las guirnaldas en la mano.
Todos, todos callaron,
y esperaban ansiosos
que llegasen los jóvenes dichosos.
Llegan, y la decente compostura,
los pasos majestuosos,
la modesta hermosura
y ese ánimo tranquilo,
sin embargo de que arde y de que anhela,
están diciendo, sin querer decirlo:
Éste Gonzales es, ésta es Manuela.

La plácida alegría
se deja ver del dios en la ancha frente;
y a la joven esposa
la corona de rosa,
y otra corona igual pone al esposo.
Aquí es más fervoroso
el cántico del coro enardecido,
que en dos alas hermosas dividido,
con plácidos transportes de alegría,
el dulce y grato nombre
de Manuela y Gonzales repetía.

La sonrosada virgen inocente
aparece vestida
de un ropaje talar, cuya blancura
la fe sincera y pura
del tierno corazón está indicando,
y entre el amor, el gozo
y el pudor vacilando,
ya se acerca al altar como temblando.
Se le anuda la voz, cuando procura
pronunciar el solemne juramento;
solamente su amor en ese instante
lo descubre su seno palpitante;
su seno, pues sus ojos hechiceros,
cual lánguidos luceros
inmóviles se fijan en la tierra.

Luego el esposo amante
mira a la esposa amada
con ternura indecible... ¡oh, qué mirada!
y un largo y mudo abrazo
es el sagrado lazo
con que estrecha Himeneo
tan sensibles, tan tiernos corazones,
enlazada felice,
y alma Fecundidad la unión bendice.

Autor del poema: José Joaquín de Olmedo

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