LAS HOJAS SECAS (A MI MADRE) 

Dicen que todo al fin se desvanece,
Todo pasa, se olvida, pierde y borra.
Yo no soy infeliz, mas vivo triste,
Y un torcedor arrastro en mi memoria.

Un templo, un bosque, un ave que pasando
Cruza en el viento descarriada y sola,
Prensan mi corazón, y a mis pupilas
Solitaria una lágrima se asoma.

Pláceme ver un claro riachuelo
Lamer su orilla con azules ondas,
Y al resplandor del trémulo sepulcro
Sentir la fuente murmurar sonora.

Pláceme ver, tras el opuesto monte,
Hundir al sol su faz esplendorosa,
Y despedirle desde el hondo valle
Al compás de las aguas y las hojas.

Y pláceme en paseos solitarios,
En dulces sueños delirando sombras,
Perderme en la floresta sin camino
Ideando quiméricas historias.

La mía es triste, cansa y no interesa;
Sin aventuras intrincadas, corta;
Es una historia solamente mía,
Como otras muchas que a la vez se ignoran.

Es la historia de un sueño fatigoso,
En que nada sucede, nada importa;
No se comprende, pero no se olvida,
Y sus vagos recuerdos nos acosan.

Yo la recuerdo con vergüenza siempre,
Temo profundizarla, y sus memorias,
Como gotas de mágico veneno,
Caen en mi corazón una tras otra.

¿Qué os hicísteis, dulcísimos instantes
De mi infancia gentil? ¿Dó están ahora
Los labios de coral que me colmaron
De blandos besos que mis ojos lloran?

¿Dó está la mano amiga que trenzaba
Las hebras mil de mi melena blonda,
Tejiéndome coronas en la frente
De azucenas silvestres y amapolas?

Era ¡ay de mí! mi madre; alegre entonces,
Tranquila, amante, como el alba hermosa;
Jamás me ha parecido otra hermosura
Tan digna de vivir en mi memoria.

Apartaos, impúdicas quimeras;
Más os detesto cuanto más vosotras
Tenaces me seguís; ya no sois nada,
Cesó el festín, rompiéronse las copas.

Ella es mi madre; sus ardientes besos
Con vuestra vil presencia se inficionan;
Idos en paz, que el llanto de sus ojos,
Del alma impura vuestra imagen borra.

¡Madre, te encuentro llorando!
¡Ah! ¡No atiendes a mis voces!
Mírame, ¿no me conoces?
¿Tan mudado, madre, estoy?
¿Tan pronto borrar pudieron
Mi rostro las desventuras?
¡Bebí tantas amarguras!…
Pero al fin, madre, yo soy.

¡Cuán trémula está tu mano!
Tu corazón, ¡cuán opreso!
Madre, ¿no tienes un beso
Ni una queja para mí?
¡Lloras! Beberé tu llanto…
Mas abrasan tus mejillas…
Heme, madre, de rodillas
Avergonzado ante ti.

Apartas de mí los ojos;
Sufres viéndome, lo veo;
Mas estoy como está el reo,
Humillado ante su Dios.
Tornadme el rostro, señora,
Y aunque lo tornéis severo,
Aunque sea el favor postrero
Porque me ausente de vos.

Lo sé: receláis acaso
Que vendí vuestro cariño
Por el impúdico aliño
De otro amor más terrenal.
Este color de mi frente
Tal vez os parece impuro…
¡Oh, Madre mía, os lo juro:
Me habéis comprendido mal!

Soñé, y me desvanecieron
Mis fatales ilusiones;
Sentí mis locas pasiones
Dentro de mi pecho arder.
La tempestad era horrible,
La noche lóbrega, densa,
La mar tormentosa, inmensa,
Mi barca débil ¿Qué hacer?

Lanzado al mar sin aviso,
Dejéme llevar del viento;
Sacóme el mar turbulento
A otra playa de ilusión;

Yo a lo lejos la miraba:
Y era una tierra tan bella,
Que el pasar, madre, por ella,
Fue terrible tentación.

Bebí el agua de sus fuentes,
Gocé el aura de sus flores;
Embriagado en sus amores,
En sus bosques me adormí;
Allí, el placer me esperaba;
Vos, en la opuesta ribera……
Horrible tentación era,
Mas luché, madre, y vencí.

Tal vez en mi sien soñaba
Glorioso laurel naciente;
Yo lo arranqué de mi frente;
Pensaba en vos, y le hollé.
Allí quedó entre la arena,
Y, al lanzarle, dije: -Crece,
Que si mi sien te merece,
Más ansioso volverá.

En vano mis ilusiones
Me acosaron tumultuosas;
A las ondas procelosas
Me arrojó audaz, y volví.
Sin fuerza, sin esperanza,
Madre, en mi congoja fiera,
Tu imagen fue la postrera
Que guardé mientras viví.

¿Mas tú, inconsolable lloras
Sin atender a mis voces!
¡Mi vida! ¿No me conoces?
¿Tan mudado, madre, estoy?
¿Tan pronto borrar pudieron
Mi rostro las desventuras?
¡Bebí tantas amarguras!…
Pero, al fin, madre, yo soy.

¡Mas no me escuchas! ¡Llorando,
La faz amorosa escondes!
Te llamo y no me respondes:
¡Tanto, madre, te ultrajé!
Te entiendo, por fin: yo solo
No basto ya a consolarte;
Me será fuerza dejarte,
Y a la mar me volveré.

Mas oye: Es el otoño; rebramando,
El ábrego los árboles sacude;
De roncos cuervos el siniestro bando,
A los peñascos cóncavos acude.

Brilla sin fuerza el sol en Occidente,
Y allá en la falda de espinoso risco,
Guía el pastor, con paso indiferente,
Las humildes ovejas al aprisco.

Seco el follaje de la selva umbría,
De sus verdes doseles se despoja;
Y al empuje de ráfaga bravía,
El bosque se desnuda hoja por hoja.

El ábrego las huella y arrebata,
Las arrastra en revuelto torbellino,
Ciega en la fuente la serena plata,
Borra los lindes del igual camino.

Triste fantasma del verjel ameno
Y esqueleto fantástico, semeja
Cada desnudo tronco, un día lleno
De la sombra magnífica que deja.

Flores, ¿en dónde estáis? Y ¿dó se esconden
Los céspedes que amenos os cercaban?
¿Cómo los ruiseñores no responden
Al son de las alondras que pasaban?

¿Qué es del arrullo de la mansa fuente
Donde a beber bajaban las palomas?
¿Qué es del aura que erraba suavemente
Cargada de suspiros y de aromas?

Las galas del Abril se marchitaron,
Los céfiros errantes se extinguieron,
En ayes los murmullos se tornaron,
Y anchos arroyos las corrientes fueron.

Todo pasó. En el valle pantanoso
Hay en vez de una fuente una laguna,
Y en las ramas del álamo pomposo,
Las hojas se desprenden una a una.

Así, madre, van mis días,
Con las hojas de consuno,
Desprendiéndose uno a uno
Al vaivén de la pasión.

Y así van las ilusiones
De mi esperanza importuna,
Desprendiéndose una a una
De mi seco corazón.

Como esas hojas marchitas
No volverán a su rama;
El cierzo las desparrama,
La lluvia las pudrirá.
Como el bosque queda triste,
Y silencioso y desnudo,
Seco y solitario y mudo
Mi corazón siento ya.

Esas hojas amarillas
Que ayer nos prestaron sombra,
Ni aun las querrá por alfombra
El tornasolado Abril;
Míralas, madre, cuál ruedan
Entre la arena perdidas,
Holladas y sacudidas
Por el aura más sutil.

Eso son nuestras creencias,
Nuestras míseras ficciones;
Eso son nuestras pasiones,
Nuestra vida terrenal:
Nacen, dan sombra un instante,
Suenan, se mecen, se cruzan,
Caen, ruedan, se desmenuzan,
Y las lleva el vendaval.

Si ellas al rápido soplo
Del cierzo desaparecen,
Otras en el árbol crecen
Y se apiñan otra vez;
Mas yo iré, cual hoja seca
Por el viento desprendida,
Arrastrando de mi vida
La juventud, la vejez.

Y el negro remordimiento
Irá por doquier conmigo,
Como verdugo y testigo
De mi perdurable afán.
Y cuando a su vieja llama
Encanezcan mis cabellos,
Madre, debajo de aquéllos
Jamás otros nacerán.

Porque estas hojas errantes
que por mi memoria vagan,
Estos recuerdos que amagan
No dejarme hasta morir,
Hojas secas de mí mismo,
Que arrancadas de mi centro,
A mí asidas las encuentro
Sin poderlas desasir,

No pasarán como pasan,
Esas hojas del otoño;
No tienen otro retoño,
Mas tampoco tendrán fin;
Sopla el viento y no las lleva,
Cae la lluvia y las perdona;
Igualmente las abona
El desierto y el jardín.

Dicen que todo al fin se desvanece,
Todo pasa, se olvida, pierde o borra…
¿Soy infeliz? No sé. Mas vivo triste
Y un torcedor arrastro en mi memoria.

Madre, ¿creerás también que todo pasa
Como en alas del ábrego las hojas,
Como del vago céfiro los ayes,
Como del mar las fugitivas ondas?

¿Crees tú que pasarán para tu hijo,
Como del bosque la agostada pompa,
Tus recuerdos, tu amor, tu sacra imagen,
Que todo el corazón le ocupa sola?

¿Crees, madre, que al huir desesperado
A playas extranjeras y remotas,
Corre tras la molicie y los placeres,
Busca una libertad cínica y loca?

¿Crees tú que anhela, en climas apartados,
Libre gozar su juventud fogosa?
¿Crees que, olvidado de su madre, viva?…
Quien lo dijo, mintió, madre y señora,

Doquier que arrastre su existencia inútil,
Suerte feliz o mísera le acorra,
Ya duerma en los harapos del mendigo
Ya en blanda pluma de opulenta alcoba,

Ya espere un porvenir sin esperanza,
Ya circunde su sien verde corona,
En la mazmorra, en el alcázar madre,
Dondequiera que aliente, allí te adora.

Que es mi pecho tu altar, y aquí tu imagen
Nunca pasa, se olvida, pierde o borra,
Como pasan al aire del otoño,
Del bosque umbrío las marchitas hojas.

Autor del poema: José Zorrilla

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