10 Poemas de Manuel José Othón
EPITALAMIO
Todo, al soplar las brisas tropicales,
mueve la sangre y todo a amar provoca.
Naturaleza entera es una boca
donde palpitan besos inmortales.
Requiébranse en la rama los turpiales,
lanzando su canción alegre y loca
y, en la cortante arista de la roca,
se acarician las águilas reales.
Tálamo de las tiernas golondrinas
es el aire, del tigre la espelunca,
del triscador ganado las colinas . . .
Nada tu fuerza poderosa trunca,
pues, renaciendo tú de las ruinas,
¡oh, fecundante Amor, no mueres nunca!
IDILIO SALVAJE (EN EL DESIERTO)
I
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguisimo y profundo
de un triste amor o de un inmenso llanto.
II
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.
Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda ni un atajo.
asoladora atmósfera candente
de se incrustan las águilas serenas
como clavos que se hunden lentamente.
Silencio, lobreguez pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el balope triunfal de los berrendos.
III
En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina
como un relieve en el confín impreso.
El viento, entre los médanos opreso,
canta como una música divina,
y finge bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.
Vibran en el crepúsculo tus ojos,
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;
y destacada contra el sol muriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.
IV
La llanura amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto,
y en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.
Unta la tade en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.
Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna,
las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.
V
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
¡El desierto, el desierto... y el desierto!
VI
¡Es mi adiós...! Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición, sobre tu espalda.
En mis desolaciones ¿qué te espera?
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.
El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!
Aún te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo, ay, tu espalda miro cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.
LA CANCIÓN DEL OTOÑO
I
Zumba ¡oh viento! zumba y ruge
dispersaiído la simiente;
que la crústula reviente
á la furia de tu empuje.
La hojarasca cruje, y cruje
el ramaje tristemente;
que tu garra prepotente
los retuerza y los estruje.
Resonando las serojas
se estremecen al chcisquido
que crepita en lits panojas,
y es canción en la espesura,
en las ruinas alarido
y en los nervios crispatura.
II
Bajo el oro fulgurante
del espacio, la llanada
se enrojece caldeada
por el sol reverberante;
y es la milpa, centellante
por la escarcha de la helada,
blonda virgen cobijada
con un velo de diamante.
Oro y grana las campiñas
que el divino cielo cubre,
son sembrados y son viñas;
y á los soplos otoñales,
los viñedos seca Octubre
y Noviembre los maizales.
III
Ancho río, cauce angosto,
ya no se oye vuestro acento;
hoy seguís en curso lento,
resecados por Agosto.
Pero el zumo del remosto
cuando corre, pasa el viento,
preludiando tremulento
la anacreóntica del mosto . . .
Alza á ti la criatura
un acento soberano,
pues le ofrece tu ternura,
¡oh, invisible Pan divino!
tu substancia, que es el grano
y tu sangre, que es el vino.
CANTO NUPCIAL
A Ladislao Gómez Palacio
y Lupe Diaz Couder
Un nuevo hogar es huerto florecido
de jazmines, y lirios, y azahares,
entre cuyas alburas estelares
se estremece el amor, como un latido.
Surge de cada flor, de cada nido,
un verso del Cantar de los Cantares
y pasan, del Hermón por los pinares,
suspirando los vientos un gemido.
De Galaad por los collados bajan
triscando las ovejas. En las viñas
de Engaddi el zumo los racimos cuajan;
mientras la esposa ve, desde el umbroso
retiro, que atraviesa Icis campiñas
y se acerca á sus puertas, el esposo.
¡Oh, esposa! virgen y radiante, mira:
el amor en sus ojos centellea
y el coro de los sueños le rodea
y á su oído solícito suspira,
A infundirte su alma sólo aspira.
Su cerebro, que es urna de la idea,
cual una forja ignífera chispea.
Canta su corazón, como una lira.
¡El coro de los sueños! Los amigos
del esposo, que en júbilo inundados,
de su dicha inmortal serán testigos...
Los recuerdos del niño, los anhelos
viriles que le ascienden, ya encarnados,
en su viaje contigo, hasta los cielos.
Y á ti, joven y fuerte, en los umbrales
del sagrado refugio, jubilosa
te espera amante la rendida esposa,
bajo los resplandores otoñales.
Tampoco sola está: las virginales
compañeras, de frente ruborosa,
tienden sobre ella su dosel de rosa,
al compás de los cánticos nupciales.
Son las ansias sin fin, las esperanzas,
las ilusiones del amor, venidas
de azules y profundas lontananzas.
Todas alzan un himno al varón fuerte
que ha de llevar dos almas y dos vidas,
á través de la vida y de la muerte.
LA SELVA
Hay en mi seno voces interiores,
jamás por los mortales escuchadas,
que oyéronlas tan sólo, á las vegadas,
los dioses convertidos en pastores.
Al ritmo de mis plácidos rumores
cruzaban por mis sendas, nunca holladas,
y les seguían faunos y dryadas,
ciñéndoles de lauro, y mirto, y flores.
Su flauta el viejo Pan dejó escondida
donde habitan mis genios tutelares,
que es del misterio y del amor manida.
Mas robada me fué, y hoy sus cantares
se desbordan en hálitos de vida,
resonando por montes y por mares.
¡ES MI ADIÓS...!
¡Es mi adiós...! Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición, sobre tu espalda.
En mis desolaciones ¿qué te espera?
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.
El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!
Aún te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo, ay, tu espalda miro cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.
PAISAJES
I
Meridies
Rojo, desde el cenit, el sol caldea.
La torcaz cuenta al río sus congojas,
medio escondida entre las mustias hojas
que el viento apenas susurrando orea.
La milpa, ya en sazón, amarillea,
de espigas rebosante y de panojas,
y reveberan las techumbres rojas
en las vecinas casas de la aldea.
No se oye estremecerse el cocotero
ni en la ribera sollozar los sauces;
solos están la vega y el otero,
desierto el robledal, secos los cauces
y, tendido a la orilla de un estero,
abre el lagarto sus enormes fauces.
II
Noctifer
Todo es cantos, suspieros y rumores
Agítanse los vientos tropicales
zumbando entre los verdes carrizales,
gárrulos y traviesos en las flores.
Bala el ganado, silban los pastores,
las vacas mugiendo a los corrales,
canta la codorniz en los maízales
y grita el guacamayo en los alcores.
El día va a morir; la tarde avanza.
Súbito llama a la oración la esquila
de la ruinosa erminta, en lontananza.
Y Venus, melancólica y tranquila,
desde el perfil del horizonte lanza
la luz primera de su azul pupila.
LA MUSA
Yo la flauta de Pan en la espesura
de la selva encontré. Dónela al griego
cantor de Dafnis que, al ferviente ruego
de Virgilio, cedióla con premura.
La heredó Garcilaso y de su obscura
mansión Cheniér la arrebató; mas luego,
tinta en sangre, fué á hundirse en el sosiego
perdurable de horrenda sepultura.
¿Cómo pudiste tú, con fe serena,
arrancarla de allí? . . . Mas fuera agravio
hoy el almo trinar de Filomena.
Castiga al mundo decadente y sabio.
]Anda, pastor! devuélveme la, avena,
melificada por tu dulce labio.
LOS POETAS
¡Oh, Diosa, á quien rendidos adoramos,
Erato: mira que Natura encubre
la azul mirada y hálito insalubre
el aire emponzoñó que respiramos!
Ya la miel de las vides no gustamos,
"que en pos llevó los pámpanos Octubre . . ."
¡Qué estrépito el del cielo que nos cubre!
¡Qué amargor el del mar en que bogamos!
El índico pastor con sus tañidos
nuestro organismo quebrantado ensalma
y trueca en oración nuestros gemidos.
¡Ay! déjanos llevar, en triste calma,
una gota de miel en los oídos,
una gota de miel dentro del alma . . .
EL RÍO
Triscad, oh linfas, con la grácil onda,
gorgoritas, alzad vuestras canciones.
y vosotros, parleros borbollones,
dialogad con el viento y con la fronda.
Chorro garrulador, sobre la honda
cóncava quiebra, rómpete en jirones
y estrella contra riscos y peñones
tus diamantes y perlas de Golconda.
Soy vuestro padre el río. Mis cabellos
son de la luna pálidos destellos,
cristal mis ojos del cerúleo manto.
Es de musgo mi barba trasparente,
ópalos desleídos son mi frente
y risa de las náyades mi canto.
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