SU VIVA IMAGEN 

–Eres su viva imagen, Me decían
sin sospechar entonces que esas cuatro palabras
iban a ser ahora mi condena.

No tengo dónde huir, dónde esconderme:
sus ojos están dentro de mis ojos;
su apellido en el mío
como el nombre de un barco en el fondo del mar.
Lo que ayer fue mi casa,
es la guarida de los tiburones.

Tú estabas a mi lado
y me has visto nadar en ríos de veneno;
has visto lágrimas
que eran cristales rotos, una lluvia de espinas,
cicatrices de agua que cruzaba la piel.

Miro su alianza de oro en mi dedo
y su rostro tallado sobre el mío,
mientas la vida sigue,
el aire mueve
los árboles o el sol ilumina su casa
lo mismo que si no estuviera vacía.

El tiempo sólo cura aquello que se puede
sustituir y yo no siento nada
que no sintiese antes
cualquiera en cuyas venas ha bebido la muerte:
la grieta de la angustia,
la plaga de los verbos en pasado;
los recuerdos que buscan su lugar en la vida.

Es tan raro saber que no volveré a verla
y los demás
seguiremos entrando en restaurantes,
cines,
supermercados,
estaciones de tren...
Que no volveré a oír su voz pero a las nueve
será otra vez la hora de la cena,
los fines de semana iré al estadio,
mi coche rodará por la autopista
que ella escuchaba desde su jardín...

Pienso en su dios cruel, el dueño del dolor
y la mentira,
el cínico dice:
–Yo te destruyo para que descanses en paz.
Y ojalá fuese cierto lo que nunca he creído
y ella viera la soledad que deja,
cómo la echo de menos; cuánto me va a faltar;
lo que daría
por volverla a tener una vez más aquí,
un día más, tan sólo.

La mía es la tristeza del cobarde
que reúne para seguir en pie
el valor que no tuvo para ver la caída
de aquello que más quiso.

No tengo que explicártelo. Tú estabas con nosotros
y conoces
el dolor sin refugios,
las sábanas que acechan el cuerpo del herido;
conoces el enjambre feroz de las agujas,
las noches que no acaban cuando sale el sol.

Quien lo sabía todo de mí se ha llevado
el secreto a la tumba,
me he convertido en un desconocido:
el hombre que perdió el rastro de su sangre;
que se ha vuelto una sombra;
que no tiene a quién preguntar por él.

Ahora que mi madre ya no está –si eso es cierto,
si hoy no va a resolver un crucigrama,
ni a mirar los concursos de la televisión
como todas las tardes;
si ha caído en un sueño eterno del que nunca
vamos a despertar–,
guardaré sus palabras, custodiaré sus huellas;
y jamás voy a darla por perdida:
la memoria es el margen de error del olvido.

Le gustaban la nieve, los gatos, la familia;
el fuego,
cocinar,
los cumpleaños,
llorar con las películas románticas;
encender velas en las catedrales.
Le asustaban los médicos,
las llamadas nocturnas,
las tormentas,
el frío,
los reptiles...

Antes de las sirenas y las radiografías,
el miedo blanco de las ambulancias,
sus labios devorados
lentamente
por la carcoma de las oraciones.

Antes de los engaños piadosos,
el fuego amigo de las medicinas,
el esqueleto abriéndose paso hacia la luz.

Cómo puedo escribir lo inexplicable,
lo que no tiene nombre,
lo que todos callamos porque la vida sigue
y junto al cementerio hay tiendas y mercados,
jóvenes que adelantan con sus motocicletas
a los furgones fúnebres,
y avanzamos de espaldas a lo que nos espera
y llamamos silencio
a todo lo que nadie quiere oír.

Le gustaban las fiestas,
los océanos
y creer que su dios no le daba los golpes
sino la fuerza para soportarlos.
Temía la vejez y al abandono:
pensaba que la forma más triste de marcharse
es no tener a alguien que te diga adiós.

La imagino en la época en que yo no existía,
haciendo cosas
que nunca le vi hacer: enamorarse,
bailar, romper las reglas, ser feliz;
y a veces me pregunto
si fue siempre la misma mujer que conocíamos,
tuvo tan claras sus obligaciones,
dónde estaba su sitio,
de qué infiernos no era decente escapar.

Le gustaba que habláramos
de su salud,
del clima,
de su infancia en los años de la Guerra Civil.
Le asustaban los cambios y las banderas rojas,
la libertad y el paso de los días.

Antes de la morfina y el delirio,
de que fuera quedándose sin caminos de vuelta,
sin puentes que cruzar,
sin esperanza.
No sé cómo explicarlo:
los recuerdos te siguen; pero cuando te vuelves,
nunca están ahí.

Ahora que ya se ha ido,
sólo será posible querernos a escondidas,
fingir ante los otros que no me habla por dentro,
que todo ha terminado entre los dos.
Las cosas no se pierden cuando desaparecen,
sino cuando las dejas de buscar.

Miro su anillo;
miro sus fotos
y soy yo:
puedo ver nuestra cara, nuestras manos...
Y eso que era mi orgullo, ahora es mi condena:
ser hoy que ya no está su viva imagen,
ser su eco,
su huella
el fantasma
de María Ángeles Prado, la mujer de mi vida.

Autor del poema: Benjamín Prado

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