UNA TARDE 

Comenzaba el otoño.

El sol caía
como broquel de fuego tras la espalda
del áspera montaña.

Una alquería

blanca, del cerro en la aromosa falda,
era mi albergue, que ceñían en torno
un huerto al pie y dos parras por guirnalda.

Los que engendró en la fiebre del bochorno
agrios frutos la tierra, eran a octubre
miel sazonada y primoroso adorno.

Como la madre en el regazo encubre
al hijo tierno, y con alegre risa
pone en sus labios la repleta ubre,

así naturaleza, a la indecisa
luz de la tarde, acarició mi frente
con los besos callados de la brisa.

Y me brindó el racimo transparente
entre los verdes pámpanos, o el frío
licor que mana en la escondida fuente.

Sentado al pie del álamo sombrío
cerré el poema místico de Dante
y abismé la mirada en el vacío.

¿Fue sueño?

¿Fue visión?

Surgir delante
vi las lúgubres sombras de su Infierno,
símbolos tristes de la edad distante.

Y ora dulce, ora horrible, en giro alterno
sonaba el canto celestial del vate
o el gran sollozo del dolor eterno.

Mas, como suelen, en marcial combate,
los corceles pasar, suelta la brida
y en los flancos clavado el acicate,

así la turba réproba en huida
rauda pasó y en torbellino inmenso,
cual paja vil, del huracán barrida.

Entre el nublado de la noche denso
se perdió la angustiada muchedumbre,
que tuvo un punto mi ánimo suspenso.

Luego, una blanca y apacible lumbre
bañó la tierra y los vecinos mares,
y por las breñas de la opuesta cumbre

vi descender hacia mis.

pobres lares
dos sombras: una, de laurel ceñida,
y otra, nublado el rostro de pesares.

Paráronse ante mí, y con dolorida
voz, la más triste de las dos, me dijo:
-Alma gentil, para sufrir nacida,

tú revuelves en vano, entre el prolijo
curso de tu angustiado pensamiento,
la oscura frase que al mortal dirijo

en aquel prolongado, hondo lamento
que, desde el antro de la vida humana,
lancé en mi canto a la merced del viento.

Yo respondí: -Si no eres sombra vana,
ilumina mi espíritu y la clave
préstame de tu ciencia soberana.

Ella inclinó hacia tierra el rostro grave,
y dijo con palabra y con gemido:
-¡Quien sabe de dolor todo lo sabe!

El secreto en mis versos escondido,
es la excitada indignación, que azota
los vicios de mi tiempo envilecido;

es esa noble aspiración que brota
del pecho, y busca en la región serena
de un prometido bien la luz remota.

Es la gloria comprada con la pena;
es la lucha del ánima cautiva
que ansia volar, rompiendo su cadena.

Yo lo tracé para que eterno viva
el cuadro fiel de la miseria nuestra,
dote fatal de la maldad nativa.

Y esos que ante tus ojos en siniestra
falange huyeron, del mundano vicio
los monstruos son, que mi canción te muestra.

Yo hice rodar sobre su duro quicio
las puertas, ¡ay!, del corazón humano,
y me asomé temblando al precipicio.

Y penetré en su fondo, y vi el arcano
de la existencia terrenal, y el lloro
de entonces quiero contener en vano.

La avaricia cruel, sedienta de oro;
la ira sangrienta, lívida y cobarde;
la adulación astuta y sin decoro;

la envidia artera; el fastuoso alarde
del necio orgullo; la lascivia impura,
que aún en las venas agotadas arde;

el ciego azar de la ignorancia oscura
la soberbia razón, rebelde al yugo,
vistiéndose el disfraz de la locura;

el egoísmo ruin, árbol sin jugo,
sin frutos y sin sombra; el vil recelo,
sirviéndose a sí propio de verdugo;

la falsa ciencia huérfana del cielo;
trémula y suspicaz la tiranía;
la venganza, sin goce y sin consuelo;

pálida la menguada hipocresía,
haciendo, infame, su bazar del templo
y en los dones de Dios su granjería:

eso miré en su fondo, y lo contemplo
hoy como ayer, cual ponzoñosa yerba,
cual negra mancha y cual dañino ejemplo.

Ese fue el numen que mí frase acerba
dictó contra mi siglo y con que azoto
al torpe vulgo y la ruindad proterva.

Yo, que las puertas del Infierno he roto,
sé de dolor y sé lo que se esconde
del pecho humano en el recinto ignoto.

Calló.

Yo alcé la frente, y dije: -¿En dónde
buscar la amada paz y la alegría,
que al santo afán de la virtud responde?

Ésta fue mi maestro y fue mi gula
-dijo la sombra, y se volvió hacia aquella
que el lauro de oro en la alta sien ceñía-:

fue la piadosa Beatriz la estrella
que me alumbró por el confín precito,
y el gran Virgilio encaminó mi huella.

La Poesía y el Amor bendito
las fuentes son en donde el alma apaga
su abrasadora sed de lo infinito.

Reinó el silencio, y la penumbra vaga
del ancho espacio esclareció un momento
la luz de los relámpagos aciaga.

Visión y sombras, cántico y lamento,
todo despareció, como llevado
sobre las libres ráfagas del viento.

Pero de entonces sé que del pecado
redimir pueden nuestra amarga vida,
el canto de los vates inspirado
y el casto amor de la mujer querida.

Autor del poema: Guillermo Prieto

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