PANTÉICO
No, pasemos de un fuego a otro fuego,
de un tormento apasionado a un deleite mortal,
pues muy joven soy para vivir sin deseo,
y tú demasiado joven para malgastar esta noche estival
en esas ociosas preguntas que los antiguos
hacían a oráculos y augures, que jamás respondieron.
Pues, amor, sentir es mejor que saber
y la sabiduría es un legado estéril,
y un sólo latido de pasión, tu primer arrebol,
vale por todos los proverbios del sabio;
no dejes que la muerta filosofía hiera tu alma,
¡tenemos corazón para amar, labios para besar!
Escucha el susurro del ruiseñor
como el agua burbujeando en una jarra de plata,
cuyo canto es tan dulce que la Luna empalidece de envidia,
esa Luna suspendida en lo alto del cielo
que no puede oír la arrebatadora melodía.
Mira cómo curva cada uno de sus cuernos la niebla, ¡oh, lejana y hacendosa Luna!
¿Acaso los blancos lirios en cuyas copas sueñan las abejas,
la nieve de pétalos que cae cuando la brisa
agita los castaños o el destello
de las ramas tiernas en el agua no colman
tus anhelos, no bastan a tu deseo?
¡Ay! De sus tesoros ya nada más ofrecerán los Dioses
los elevados Dioses hartos ya y pesarosos
de nuestros pecados sin fin, de nuestro vano intento
por expiar mediante el dolor, la penitencia o la oración,
los perdidos días de juventud. Pues ya nunca más
escucharán al bueno o al malo,
y enviarán la lluvia sobre el justo y el injusto.
Nuestros Dioses descansan tranquilos
esparciendo con pétalos de rosas su vino oloroso,
y duermen bajo los árboles que se mecen suavemente,
allí donde los asfódelos y los lotos amarillos se abrazan.
Y se lamentan por los alegres días del pasado,
cuando no sabían de la maldad del hombre y vivían en un sueño.
Y en la lejanía, contemplan sobre el broncíneo suelo
el enjambre de hombrecillos, como si fueran insectos,
el hormiguero de minúsculas vidas y después, hastiados,
regresan a sus refugios, los lotos,
y se besan en la boca y escancían
divino licor de amapola que les sume en un sueño purpúreo.
El Sol, divino poseedor del fuego trocado en oro,
enarbola allí su flamígera antorcha,
y cuando las doce vírgenes hubieron tejido
la relumbrante trama del mediodía, la Luna se desprendió
de los brazos de Endimión a través de la rosada bruma,
y desfallecieron los Dioses vencidos por pasiones mortales.
Por el prado cubierto de rocío avanza la Reina Juno,
con los blancos pies salpicados por el azafranado polen
de los lirios esparcidos por el viento, mientras Ganimedes
brinca en el cálido mosto de ambarina espuma,
desmadejados sus rizos como cuando al asustado muchacho
se lo llevó el águila a través de las azules auras jónicas.
Oculta en el corazón verde de algún jardín,
la Reina Venus, en compañía del pastor,
con su cuerpo cálido y suave como una rosa silvestre
cuya blancura el orgullo arrebola,
ríe dulcemente al Amor mientras la celosa Salmacis
atisba a través de los mirtos y suspira dolorosamente por la perdida felicidad.
Jamás soplan allí los lúgubres vientos del norte,
que hielan y desnudan nuestras forestas iglesias,
ni cae jamás la ligera nieve de plumas blancas,
ni osa el rayo de dientes rojos sacudir
la noche engarzada en plata mientras yacemos
llorando un dulce y triste pecado, un deleite ya muerto.
¡Ah! Ellos conocen la lejana primavera del Leteo
y los ocultos manantiales de aguas violetas
donde el deshecho y fatigado pie del caminante
descansa y emprende de nuevo el viaje;
y saben de las ocultas fuentes del cristalino brebaje
donde las almas insomnes liban el bálsamo del sueño.
Mas oprimimos nuestra naturaleza y Dios o el Hado
son nuestros enemigos, y desfallecemos o nos nutrimos
en una inútil contrinción. ¡Nacimos demasiado tarde!
¡Y qué bálsamo es el pulverizado sopor de la amapola
para quien en un finito latido del tiempo conjugara
el júbilo del infinito amor y el dolor del infinito crimen!
¡Oh! Estamos hartos de este sentimiento de culpa,
hartos de los goces desesperados del amante,
hartos de cada templo que levantamos.
Cansados de toda justicia, de las plegarias sin respuesta;
pues el hombre es débil, Dios duerme, y lejos está el cielo.
Un instante intenso: un gran amor, y después sólo morir.
¡Ah! Jamás ningún barquero su negra chalupa
habrá de arrimar a la desierta ribera,
ni moneda de bronce alguna podrá comprar para las almas
la travesía del río de la Muerte hacia la tierra sin Sol;
de nada sirven la víctima, el vino y las promesas;
la tumba está sellada y los muertos, muertos.
Nos movemos en los aires supremos,
estamos hechos de lo que palpamos y vemos,
y con la sangre de nuestras venas se embellece el Sol
y con nuestras fértiles vidas veredan
los árboles henchidos de primavera, y somos hermanos
de las bestias, y la vida es sólo una y todo es mutación.
Con latidos de sístole y diástole, una gran existencia
palpita en el gigantesco corazón de la tierra
y poderosas las olas del Ser fluctúan
desde el germen enervado al hombre, pues participamos
de cada roca, de cada pájaro, de cada fiera, de cada colina,
unos con la esencia que mata y otros con la que devora.
Desde las íntimas células de la incipiente vida pasamos
a la cumplida perfección; y así envejece el mundo:
los que ahora somos divinos, fuimos informe masa
de bullente púrpura rayada en oro,
insensibles a la desdicha o alegría,
y castigados por la furia de algún mar tormentoso.
Esta dura ardiente llama que nuestros cuerpos quema
inflamará algún día los prados cubiertos de narcisos.
¡Ay! Tu plateado pecho florecerá en nenúfares
y los campos que el arado quiebra
serán provechosos para nuestro amor esta noche;
nada se pierde en la Naturaleza, todo vive de la Muerte.
El primer beso del joven, la primera campanilla del jacinto,
la última pasión del hombre, la última lanza roja
que emerge del lirio, el asfódelo
que se resiste a dejar florecer sus frutos
por miedo a su excesiva belleza, el tímido pudor
de la novia ante los ojos del amante, todos ellos están consagrados
por el mismo Sacramento. Y no sólo nosotros,
pues también sacudirán la tierra las pasiones del amor,
y los rubios ranúnculos que se agitan de gozo
al alba saben de un placer tan real como el nuestro,
cuando la frescura de los bosques en flor
aspiramos la penetrante primavera y la vida es bella.
Y cuando los hombres nos entierren bajo los tejos,
tu boca carmesí será una rosa
y tus dulces ojos campánulas empañadas de rocío,
y cuando los blancos narcisos, retozando
con el viento, sus lascivos besos les brinden,
temblarán nuestras cenizas y jóvenes nos volveremos a sentir.
Y así, despojados del consciente tormento del mundo,
en alguna dulce flor nos iluminará el Sol
y desde la garganta del pardillo volveremos a cantar,
y como dos brillantes serpientes reptaremos
por nuestros sepulcros o como dos tigres nos deslizaremos
por la jungla donde duerme el león de amarilla pupila
y con él lucharemos. ¡Cómo se agita mi corazón pensando
en esa vida sublime después de la muerte,
convertidos en bestias, pájaros y flores, cuando esta copa
colmada del espíritu estalle en busca de aire
y con las pálidas hojas de algún día de otoño
el primer conquistador del alma de la tierra se convierta en la última gran presa!
¡Imagínatelo! Nos infiltraremos
en toda la existencia sensorial; el carpídeo Fauno,
el Centauro, los Elfos de ojos risueños
que interrumpen su danza para atisbar el alba
sobre los prados no estarán más cerca
que tú y yo de los misterios de la Naturaleza,
pues oiremos latir el corazón del zorzal, y crecer
las margaritas, y las campanillas en los días grises
suspirar por el sol, y sabremos
quién hila las argentadas telarañas,
y quién dibuja con arabescos la orquídea,
y con qué grandes alas vuelan las águilas de pino en pino.
¡Ah! ¡De no habernos jamás amado, quizás
el narciso nunca hubiese atraído
a la abeja a su dorado seno, ni el rosal
encendido los matojos con linternas carmesíes!
¡Acaso ninguna hoja hubiera brotado en primavera
sino para humedecer los besos y los labios de los poetas!
¿Se habrá apagado la luz de nuestro espléndido sol
o es esta tierra laberíntica menos bella
desde que somos herederos de la Naturaleza,
con todas las pulsaciones de vida que agitan el aire?
Mejor será que nuevos astros surquen los cielos
y sobre flores y campos se cierna un nuevo esplendor.
Y nosotros dos, que la naturaleza juzgamos,
estaremos juntos y el gozoso mar
será nuestra vestimenta, y la aristada estrella
sus flechas lanzará para alegría nuestra. Seremos parte
del poderoso universo entero y a través de los eones
con el Alma del Cosmos nos confundiremos.
Seremos notas de esta grandiosa Sinfonía
cuya cadencia gira por las esferas rítmicas,
y el palpitante corazón del Mundo vibrará
al unísono con nuestro corazón. Los años robados
ya abandonaron su horror; no hemos de morir.
El propio Universo será nuestra Inmortalidad.
Autor del poema: Oscar Wilde