16 Poemas de Quinto Horacio Flaco 

A SUS AMIGOS

Ahora, amigos, debemos beber y danzar alegremente; ahora es tiempo de colmar las mesas de los dioses con los exquisitos manjares de los Salios. Antes de este día era un delito sacar el viejo Cécubo de las bodegas paternas, pues una reina embriagada por su fortuna, de la cual osaba esperarlo todo, con su hueste de guerreros torpes y enfermizos tenía preparada en su demencia la ruina y los funerales del Imperio.
Mas se templó su furia cuando apenas le quedaba una de sus naves libre del incendio, y su ánimo turbado por el vino Mareótico, sumióse en honda postración al llegar César [Augusto] de las costas de Italia, incitando a sus remeros, como el gavilán se precipita sobre la tímida paloma, o el presto cazador sigue la liebre por los campos nevados de Tesalia, para sujetar en cadenas al monsfruo fatal que, anhelante de una muerte generosa, ni temió como mujer el filo de la espada, ni quiso resguardar en puerto seguro su fugitiva escuadra; antes con impávido rostro y sin igual fortaleza, oso visitar su palacio lleno de consternación y coger los ponzoñosos áspides y aplicárselos al cuerpo que había de absorber su veneno, orgullosa de su voluntaria muerte, que quitaba a las naves liburnas la gloria de conducirla como una mujer cualquiera ante el carro del soberbio triunfador.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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A MERCURIO

Mercurio, elocuente nieto de Atlas, tú que lograste suavizar la áspera rudeza de los hombres primitivos con la persuasión y los nobles ejercicios de la palestra, tú, el mensajero del gran Júpiter y los dioses, inventor de la corva lira y diestro en esconder con hurto gracioso aquello que te agrada, tú serás hoy el numen de mis cantos.
Apolo quiso asustarte con terribles amenazas cuando aun eras niño, si no le devolvías las vacas que le robaras astuto; pero se echó a reír viendo que su aljaba también había desaparecido.
El rico Príamo, guiado por ti, abandonó a Ilión, burló a los soberbios Atridas, y cruzó por entre las hogueras de los tésalos y el campamento que fue la ruina de Troya.
Tú conduces las almas piadosas a los lugares felices del Elíseo, y diriges las turbas de las ligeras sombras con tu áureo caduceo, grato por igual a los dioses del Olimpo y del Averno.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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A ASINIO POLIÓN

Polión, amparo insigne de atribulados reos y lumbrera del Senado, a quien el triunfo de Dalmacia coronó de inmortales laureles, en tu obra llena de azarosos peligros, y caminando sobre brasas cubiertas por una ceniza engañosa, nos relatas las discordias civiles que estallaron durante el consulado de Metelo, las causas de la guerra, sus horrores y vicisitudes, los caprichos de la fortuna, las amistades funestas de los caudillos y las armas teñidas de sangre, aun no expiada.
Que la Musa de la severa tragedia falte un momento a los teatros; luego que hayas trazado el cuadro de los públicos sucesos, volverás a cumplir la alta misión del poeta, calzándote el coturno de Cecrops.
Ya resuena en los oídos el aviso amenazador de los cuernos y los clarines, ya el fulgor de las armas amedrenta a los caballos en fuga y cubre de palidez el rostro de los caballeros, ya creo oír las voces de los ínclitos capitanes manchados con el polvo del campo de batalla, y aparecen sometidas todas las regiones del orbe, menos el ánimo indomable de Catón.
Juno y los dioses amigos de África, que abandonaron impotentes la tierra que no conseguían vengar, han inmolado por fin, a los Manes de Yugurta, a los nietos de los vencedores.
¿Qué campos no ha regado la sangre latina, atestiguando con sus sepulcros nuestras impías guerras, si hasta los medos llegó el estruendo de la ruina de Hesperia? ¿Qué golfos o ríos ignoran nuestras luchas despiadadas? ¿Qué mar no enrojecieron las matanzas romanas? ¿Qué ribera no ha bebido nuestra sangre?
Pero, Musa atrevida, no intentes, abandonando tus juegos, renovar las canciones de Simónides de Ceos; ven conmigo a la gruta de Venus, y pulsa allí con plectro más suave las cuerdas de la lira.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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A BACO

Creedrne, venideros, he visto a Baco en las rocas apartadas enseñando hermosos cantos a las Ninfas, que los aprendían solícitas, y a los Sátiros con pies de cabra, quo estiraban sus orejas puntiagudas.
¡Vítor! Mi ánimo se estremece con el delirio reciente, y el pecho lleno de Baco palpita con tumultuosa alegría. ¡Vítor! Perdóname, Baco; perdóname, dios temible del tirso amenazador.
Tú me permites celebrar las Bacantes sobreexcitadas, las fuentes de vino, los arroyos de purísima leche, y recoger cien veces la miel que manan los huecos de las encinas.
Tú me consientes ensalzar la gloria de tu divina esposa, que fulgura en el cielo, la mansión de Penteo, destrozada con miserable ruina, y la muerte del tracio Licurgo.
Tú enfrenas el curso de los ríos y aplacas el mar de la India ; tú, en los montes solitarios, enardecido por la embriaguez, entrelazas sin riesgo manojos de víboras en los cabellos de las mujeres tracias.
Tú, cuando la cohorte impía de los Gigantes osó escalar el excelso reino de Jove, destrozaste a Reto con tus uñas y dientes feroces de león.
Creíamos que eras más apto en las danzas, los juegos y las fiestas que en los peligros de Marte; pero tú te mostraste tan poderoso en la guerra como en la paz.
A la salida del infierno, deslumbrado por tus cuernos de oro, te contempla con mansedumbre el Cérbero, que mueve suavemente la cola y lame tus plantas con sus tres lenguas.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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A MECENAS

Mecenas, descendiente de antiguos reyes, refugio y dulce amor mío, hay muchos a quienes regocija levantar nubes de polvo en la olímpica carrera, evitando rozar la meta con las fervientes ruedas, y la palma gloriosa los iguala a los dioses que dominan el orbe.
Éste se siente feliz si la turba de volubles ciudadanos le ensalza a los supremos honores; aquel, si amontona en su granero espacioso el trigo que se recoge en las eras de Libia.
El que se afana en desbrozar con el escardillo los campos que heredó de sus padres, aun ofreciéndole los tesoros de Átalo, no se resolverá, como tímido navegante, a la travesía del mar de Mirtos en la vela de Chipre.
El mercader, asustado por las luchas del Ábrego con las olas de Icaria, alaba el sosiego y los campos de su pais natal; mas poco dispuesto a soportar los rigores de la pobreza, recompone luego sus barcos destrozados.
No falta quien se regala con las copas del añejo Másico, y pasa gran parte del día, ora tendido a la fresca sombra de los árboles, ora cabe la fuente de cristalino raudal.
A muchos entusiasma el clamor de los campamentos, los sones mezclados del clarín y la trompeta, y las guerras aborrecidas de las madres.
El cazador, olvidado de su tierna esposa, sufre de noche las inclemencias del frío, y persigue la tímida cierva con la traílla de fieles sabuesos, o acosa al jabalí marso que destroza las tendidas redes.
La hiedra que ciñe las sienes de los doctos me aproxima a los dioses inmortales; la fría espesura de los bosques y las alegres danzas de las Ninfas con los Sátiros me apartan del vulgo, y si Euterpe no me niega su flauta, si Polihimnia me consiente pulsar la cítara de Lesbos, y tú me colocas entre los poetas líricos, tocaré con mi elevada frente las estrellas.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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CONTRA UN ÁRBOL

Maldito sea aquel que te plantó el primero en infausto día, y luego te trasladó con mano sacrílega, para que fueses la ruina de su descendencia y el oprobio del lugar.
Creo que degolló a su padre y mancilló por la noche su casa con la sangre del huésped, y supo confeccionar los venenos de Colcos, y atreverse a cuanto es capaz de concebir el ingenio más infame, el que te plantó en mi campo, árbol inicuo, que habías de caer sobre la cabeza de tu inocente dueño.
Por más peligros que evite, nunca tendrá el hombre la cautela de evitarlos todos. El marino de Cartago mira con horror la entrada del Bósforo, y no ve los riesgos con que en otra parte le acecha su adverso destino; el soldado romano teme las saetas y la rápida fuga del partho, y éste las cadenas y el esfuerzo del romano; pero la muerte arrebata de improviso, y seguirá arrebatando a las gentes.
Cuán cerca estuve de visitar el tenebroso reino de Prosérpina, el tribunal de Éaco, los sitios apartados de las almas piadosas, y a Safo quejándose en la lira eolia de las doncellas de su patria y a ti, Alceo, que pulsas varonilmente las cuerdas con tu plectro de oro, cantando las borrascas del mar, los trances de la guerra y las amarguras del destierro.
Las sombras escuchan con admiración sus cantos , dignos de un religioso silencio, pero la inmensa muchedumbre del vulgo presta oídos más atentos al fragor de las batallas y los tiranos destronados.
Y no es de admirar cuando el monstruo de cien cabezas, poseído de estupor, humilla sus negras orejas al son de sus versos, y se estremecen de alegría las sierpes enlazadas en los cabellos de las Furias.
También Prometeo y el padre de Pelops hallan en tan dulces acentos alivio a sus trabajos, y Orión se olvida de perseguir los leones y los tímidos linces.

Autor del poema: Quinto Horacio Flaco

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