43 Poemas ecuatorianos 

A UN AMIGO

(Don Gaspar Rico)

En el nacimiento de su primogénito

¡Tanto bien es vivir, que presurosos
deudos y amigos plácidos rodean
la cuna del que nace,
y en versos numerosos
con felices pronósticos recrean
la ilusión paternal! Uno la frente
besa del inocente
y en ella lee su próspero destino;
otro, ingenio divino,
sed de saber y fama
y de amor patrio la celeste llama
ve en sus ojos arder; y la ternura,
el candor y piedad otro divisa
en su graciosa y plácida sonrisa.

Pero ¿será feliz?, ¿o serán tantas
hermosas esperanzas, ilusiones?
Ilusiones, Risel. Ese agraciado
niño, tu amor y tu embeleso ahora,
hombre nace a miseria condenado.
Vanos títulos son para librarle
su fortuna, su nombre.
Mas ¿qué hablo yo de nombre y de fortuna?,
si su misma virtud y sus talentos
serán en estos malhadados días
un crimen sin perdón... La moral pura
la simple, la veraz filosofía,
y tus leyes seguir, madre Natura,
impiedad se dirá. Rasgar el velo
que la superstición, la hipocresía
tienden a la maldad; decir que el cielo
límites ciertos al poder prescribe
como a la mar; y que la mar insana
menos desobediente
es al alto decreto omnipotente:
impiedad... sedición... Por toda parte,
la frente erguida, el vicio se pasea,
llevando por divisa «audacia y arte».
Tienta, seduce, inflama,
ni oro, ni afán perdona;
da a la maldad por galardón la fama,
se atreve a todo, y triunfa, y se corona.
¡Qué escenas, Dios!, ¡qué ejemplos!, ¡qué peligro!
¿Y es tanto bien vivir? -¡Siquiera el cielo
a más serenos días retardará,
oh niño, tu nacer!, que ahora sólo
el indigno espectáculo te espera
de una patria en mil partes lacerada,
sangre filial brotando por doquiera,
y, crinada de sierpes silbadoras,
la discordia indignada
sacudiendo, cual furia horrible y fea,
su pestilente y ominosa tea.

¡Oh!, ¡si te fuera dado al seno oscuro
pero dulce y seguro,
de la nada tornar!... y de este hermoso
y vivífico sol, alma del mundo,
no volver a la luz, sino allá cuando
ceñida en lauro de victoria ostente
la dulce patria su radiosa frente,
el astro del saber termine
su conocido giro al occidente,
y el culto del arado y de las artes,
más preciosas que el oro,
haga reflorecer en lustre eterno,
candor, riqueza y nacional decoro,
y leyes de virtud y amor dictando,
en lazo federal las gentes todas
adune la alma paz, y se amen todas...
y ¡oh triunfo!, derrocados
caigan al hondo abismo
error, odio civil y fanatismo.

Traed, cielos, en alas presurosas
este de expectación hermoso día.
Entretanto, Risel, cauto refrena
el vuelo de esperanza y de alegría.
¡Oh, cuántas veces una flor graciosa
que al primer rayo matinal se abría,
y gloria del vergel la proclamaba
la turba de los hijos de la Aurora,
y algún tierno amador la destinaba
a morir perfumando el casto seno
de la más bella y más feliz pastora!,
¡oh, cuántas veces mustia y desmayada
no llega a ver el sol, que de improviso
la abrasa el hielo, el viento la deshoja,
o quizá hollada por la planta impura
de una bestia feroz ve su hermosura!

Empero tu deber, Risel amado,
ya que te ves alzado
a la sublime dignidad de padre,
te manda no temer; antes el fuerte
pecho contraponer a la violenta
avenida del mal y de la suerte.
Virtud, ingenio tienes. Sirva todo,
no sólo a dirigir la índole tierna
de tu hijo al bien, que en desunión eterna
está con la ambición y la mentira,
sino a purificar en algún modo
el aire infecto que doquier respira.
Aprenda de tu ejemplo
prudencia, no doblez; valor, no audacia;
moderación en próspera fortuna,
constante dignidad en la desgracia.
Porque cuando en el monte se embravece
hórrida tempestad, el flaco arbusto
trabajado del ábrego perece,
mas al humilde suelo nunca inclina
su excelsa frente la robusta encina,
antes allá en las nubes señorea
los elementos en su guerra impía
y al fulgurante rayo desafía.

Y tú, mi dulce amiga, cuyo hermoso
corazón es el ara
del amor conyugal y la ternura,
que por seguir y consolar tu esposo,
en tabla mal segura
osaste hollar con varonil denuedo
mares por sus naufragios tan famosas,
y cortes más que mares procelosas;
tú, que aun en medio del dolor serena,
viste abrirse a tus pies la tumba oscura,
ni asomada a su abismo te espantaste,
y ansiedad, y amargura,
en los pesares sólo,
mal merecidos, de Risel mostraste,
o cuando el tierno pecho te asaltaba
dulce memoria de tu patria ausente;
¡oh!, entonces no sabías
que al volver a tu patria y tus amigos
en premio el cielo a tu virtud guardaba
lo que negó a diez años de deseos,
y que madre a tu madre abrazarías.

Gózate para siempre, amiga mía;
huyó la nube en tempestad preñada,
y te amanece bonancible día.
Éste, éste de la patria el caro suelo,
éste su dulce y apacible cielo,
éstos tus lares son. ¿Por qué suspiras?
No es ya mentido sueño lo qué miras...
Esa que tierna abrazas es tu madre,
tú, más feliz que yo, tu madre abrazas...
mientras yo ¡desdichado!,
sólo en la tumba abrazaré la mía.

Tú, sé feliz, y goza ya, segura
de sobresalto fiero,
inefable delicia en el cariño
de este precioso niño,
primera prenda de tu amor primero.
Paréceme mirarte embebecida
en sus ingenuas y festivas gracias;
y, cuando más absorta, de improviso
una lágrima ardiente
de tus ojos brotar... el inocente
cual si entendiera lo que entonces piensas,
las manecitas cariñosas tiende,
abre en sonrisa la encarnada boca
y el dulce beso maternal provoca.
Bésale, veces mil, y esta dulzura
divide con Risel. Sabia Natura
no te formó al nacer amable, hermosa,
sino para ser madre y ser esposa.
Y tú, querido infante, que ignorando
cuál será tu destino, en la dorada
blanda cuna te meces,
y agraciado sonríes
o ledo te adormeces;
ya que mirar la luz te ha dado el cielo,
vive, florece; y tus amigos vean
que en honor y consuelo
de tu familia y de tu patria creces.

Sigue como tus padres alentado
de la virtud la senda,
y nada temas; que en cualquier estado
vive el hombre de bien serenamente
a una y otra fortuna preparado.
Y libre, o en cadena, y aun alzada
sobre su cuello la funesta espada,
en noble impavidez antes la frente
a la ceñuda adversidad humilla
que a un risueño tirano la rodilla.

Autor del poema: José Joaquín de Olmedo

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EL ÁRBOL

A la sombra de este árbol venerable
donde se quiebra y calma,
la furia de los vientos formidable
y cuya ancianidad inspira á mi alma
un respeto sagrado y misterioso;
cuyo tronco desnudo y escabroso
un buen asiento rústico me ofrece;
y que de hojosa magestad cubierto

es el único rey de este desierto,
que vastísimo en torno me rodea;
aquí mi alma desea
venir á meditar; de aquí mi Musa
desplegando sus alas vagarosas
por el aire sutil tenderá el vuelo.
Ya qual fugaz y bella mariposa
por la selva florida,
libre inquieta perdida,
irá en pos de un clavel, ó de una rosa;
ya qual paloma blanda y lastimera
irá á Chipre á buscar su compañera;
ya quál garza atrevida
traspasará los mares,
verá todos los reynos y lugares;
ó qual águila audaz alzará el vuelo
hasta el remoto y estrellado cielo.
¿No vés quan ricas tornan á sus playas
de las Indias las naves Españolas
á pesar de los vientos y las olas?
Pues muy más rica tornarás, mi Musa,
de imágenes, de grandes pensamientos,
y de quantos tesoros de belleza
contiene en sí la gran naturaleza.
Y de tu largo vuelo fatigada
vendrás á descanzar como á seguro
y deseado puerto,
á la sombra del árbol del desierto.
¡Necio de mí! ¿Qué he visto?
¡Quantas veces mejor me hubiera estado
gozar en grata paz ménos curioso,
de este ocio dulce, fresco y regalado,

que ver el espectáculo horroroso
que la perjura Francia
de su seno feraz en sediciones,
en escándalo, ofrece á las naciones!
¿Dónde están esas leyes decantadas
por la justicia y la equidad dictadas?
¿Mas qué aprovechan leyes sin virtudes?
¿Ni cómo las virtudes celestiales,
don de Dios el mas puro y mas sagrado,
han de habitar el corazón malvado
de un pueblo sedicioso,
cuyo xefe ambicioso,
qualquier senda aunque sea
toda de sangre y crímenes cubierta,
la cree justa legítima segura,
si oro, poder y cetro le procura!
Los pueblos sabios, libres y virtuosos
en el trono sentaron á las leyes,
y se postraban á sus pies los reyes.
Pero el tirano no: sentóse él mismo,
y las leyes sagradas
puso á sus pies sacrílegos postradas.
Y nada perdonó para su intento:
su valor, su talento,
aun las virtudes mismas le sirvieron,
y tenidas en máximas de estado
su respetable máscara le dieron.
Viose la religión inmaculada
hija del cielo noble y generosa,
sierva de su política insidiosa;
y el grande protector de la fe santa
con suma reverencia

los evangelios en Paris decora
y el alcoran en el Egipto adora.
¡Qué crímenes, que males
no ha dado la ambicion á los mortales!
Ella sola es cual llama abrazadora
que las mieses devora,
mas la ambicion unida á la fortuna
es torrente impetuoso,
que atropellando todo se derrama,
y devora las mieses y la llama.
Así á los pueblos se anunció el tirano:
y esta es la perspectiva aborrecida,
que ofrecerá á quien ose desrollarle
el lienzo ensangrentado de su vida.
En el infausto y execrable día
en que se vió la libertad francesa
al carro vencedor en triunfo atada;
quando al trono de Luis César subía
en medio del tumulto y la alegría
de un pueblo esclavo... Bruto[2] ¿dónde estabas...?
No es tarde aún; ven, besaré tu mano
bañada con la sangre del tirano.
¡Ay! ¡que la tierra toda estremecida
tiembla por donde pasa y brota sangre!
¡Qué nuevo crimen! ¡Dios! ¡O madre España,
tu fe pura y entera,
y tu misma virtud quanto te daña!
Un corazón virtuoso,

noble, fiel, generoso,
no sospecha jamás que se le engañe.
¡O traicion inaudita!... Las montañas
desplómense, y en polvo se deshagan;
los bramadores y hórridos volcanes
humo espeso vomiten
de sus vastas y lóbregas entrañas;
y densas nubes de humo y polvo encubran
tan gran maldad del miserable suelo,
al vengador y poderoso cielo.
¡España España! ¡La amistad sagrada,
la mas dulce necesidad del hombre
ese placer y celestial encanto,
ese lazo el más santo
de las almas, no es mas que un vano nombre
un nombre sin sentido,
y una red que el tirano te ha tendido!
Osó llamar el pérfido á tus reyes
y dióles como amigos
de la amistad el osculo fingido;
y quando en su poder seguros fueron
tratóles como viles enemigos,
y expiar les hace en bárbaras prisiones
el crimen de ser reyes, y Borbones.
Siervos del crimen, nuestros caros reyes
volvednos; sí: volvednos nuestros padres,
los Dioses de la España,
y venid á quitarlos en campaña.
Siervos viles del crimen, acordaos
de la inmortal jornada de Pavía.
De allí, del mismo campo de batalla
cautivo y prisionero

vió entrar Madrid vuestro monarca fiero.
Imitad, si podeis, tan grande hazaña.
Este es honor; y si quereis vengaros,
volvednos nuestros reyes
y venid á quitarlos en campaña.
Los siglos pasan nuestra, gloria dura:
quando á cubriros de un baldon eterno
la fiel posteridad ya se apresura.
¡O Musa, tu que viste
el furor de la mar estrepitosa,
y los vientos horrísonos oiste,
y el fracaso espantoso de las olas,
tú sola pintar puedes
el ardor de las armas españolas,
la ira y zelo con que por todas partes
va y corre la nacion precipitada
guerra clamando; y á la voz de guerra,
como brota la tierra
y las montañas brotan gente armada
á la guerra y venganza aparejada!
Guerra, venganza... Oh ¡quanto á su deseo
ya tarda en coronarse el Pirineo
de las pérfidas huestes enemigas!
Nunca el indio salvage ni el viagero,
la senda en noche lóbrega perdida,
tanto del sol ansiaron la salida,
como impaciente el español espera
mirar la luz primera
que le reflexe el enemigo acero.
¡O que sed tan violenta
de tu sangre le abraza y atormenta...!

Ya en el campo de Marte sanguinoso
le hará ver que en España,
para vengar la afrenta
de Dios, del rey y de la patria santa,
cada hombre es un soldado,
y que cada soldado es un Pelayo,
cada pecho un broquel cada arma un rayo.
Dios santo y poderoso,
brazo virtud y gloria en la pelea,
tú que tocas el monte y luego humea,
tú que miras la tierra y se estremece,
toca y mira ese pueblo que en su gloria,
sin referirla a ti, se ensobervece.
Tú ó Dios, que á los humildes y á los mansos,
la posesion has dado de la tierra,
ay! no permitas que el varon de sangre
tu nación extermine,
ni que en la tierra toda desolada,
cubierto de cadáveres domine.
Antes tú, que quisiste
para santificar la justa guerra,
el Dios de los exércitos llamarte,
y en tu pueblo caudillos elegiste,
y su defensa y su victoria fuiste,
nuestro brazo conforta, y con tu aliento,
qual huracán violento
turba las huestes del perjuro bando
que las sagradas leyes quebrantando
de amor y de amistad y santa alianza,
á guerra nos provocan y á venganza.
Y tú, mi Musa, en tanto
que el mundo tiemble de furor y espanto,

y entre los fieros males
que preceden, que siguen, que acompañan
á la venganza, la ambición, vacila;
tú, mi Musa, pacífica y tranquila,
qual tímida paloma
que se esconde en su nido
la tempestad huyendo que ya asoma,
vendrás á guarecerte,
mientras lo exija mi destino incierto,
á la sombra del árbol del desierto.

Autor del poema: José Joaquín de Olmedo

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MI RETRATO

¡Qué dignos son de risa
esos hombres soberbios,
que piensan perpetuarse
pintándose en los lienzos!
De blasones ilustres
sus cuadros están llenos,
de insignias y de libros
y pomposos letreros.
De este modo ellos piensan
que sus retratos viejos
serán un gran tesoro
a sus hijos y nietos,
y que todos los hombres
del siglo venidero
su arrugada figura
mirarán con respeto.
¡Oh, cómo se disipan
esas torres de viento!
Tú alguna vez me viste
reírme de mi abuelo
con su blonda peluca
y sus narices menos.

Si los hombres se olvidan
aun de los hombres muertos,
¿qué no harán, hermanita,
qué no harán con los lienzos?
En rincones oscuros,
de vil polvo cubiertos,
aun los hombres más grandes
duermen un sueño eterno.
Permíteme que piense
de un modo muy diverso:
otros, enhorabuena,
quieran hacerse eternos
por sus grandes hazañas,
por sus grandes talentos;
pero yo ¡vida mía!
más mérito no tengo
que ser hermano tuyo,
pues lo demás es menos
Y como el hombre sabio,
filósofo y modesto
con la vida presente
sólo vive contento,
deja que en cuanto pueda
imite estos ejemplos,
pues el sabio en sus obras
nos deja su diseño.

Así no me interesa
que tuviesen Homero,
Virgilio, Horacio, Ovidio,
buen rostro o rostro feo:
instrúyanme sus obras,
deléitenme sus versos;
lo demás, ¡amor mío!
no merece un deseo.

Deja que quieto viva
en el presente tiempo,
pues el tiempo futuro,
ya no estaré muy lejos,
insensible al aplauso,
insensible al concepto
que de mí formar quieran
los sabios y los necios.
Gózate que no tenga
esos vanos deseos;
deja que sin desquite
en mis alegres versos,
muy ufano me ría
de esos hombres soberbios
que piensan perpetuarse
pintándose en los lienzos.

¡Cuán duro es retratarse,
y más cuando uno es feo!,
por ti hago el sacrificio.
Lo mandas; te obedezco.
El pintor soy yo mismo;
venga, venga un espejo
que fielmente me diga
mis gracias y defectos.
Ya está aquí: no tan malo;
yo me juzgué más feo,
y que al verme soltara
los pinceles de miedo.
Pues ya no desconfío
de darte algún contento,
y más cuando me quieres,
y yo me lo merezco.
Imagínate, hermana,
un joven, cuyo cuerpo
tiene de alto dos varas,
si les quitas un dedo.
Mi cabello no es rubio,
pero tampoco es negro,
ni como cerda liso,
ni como pasa crespo.
La frente es espaciosa,
como hombre de provecho;
ni estirada, arrugada,
ni adusta mucho menos.

Las cejas bien pobladas
y algo oscuro su pelo,
y debajo unos ojos
que es lo mejor que tengo:
ni muy grandes, ni chicos,
ni azules, ni muy negros,
ni alegres, ni dormidos,
ni vivos, ni muy muertos.
Son grandes las narices,
y a mucho honor lo tengo,
pues narigones siempre
los hombres grandes fueron:
el célebre Virgilio,
el inmortal Homero,
el amoroso Ovidio,
mi amigo y mi maestro.
La boca no es pequeña,
ni muy grande en extremo;
el labio no es delgado,
ni pálido, o de fuego.
Los dientes son muy blancos,
cabales y parejos,
y de todo me río
para que puedan verlos.
La barba es algo aguda,
pero con poco pelo:
me alegro, que eso menos
tendré de caballero.

Sobre todo, el conjunto
algo tosco lo creo:
el color no es muy blanco,
pero tampoco es prieto.
Menudas, pero muchas
cacarañitas tengo,
pues que nunca faltaron
sus estrellas al cielo.
Mas por todo mi rostro
vaga un aire modesto,
cual transparente velo
que encubre mis defectos.
Hermana, ésta es mi cara:
¿qué tal?, ¿te ha dado miedo?
Pues aguarda, que paso
a pintarte mi cuerpo.
No es largo, ni encogido,
ni gordo mi pescuezo:
tengo algo anchos los hombros
y no muy alto el pecho.
Yo no soy corcobado
mas tampoco muy tieso;
aire de petimetre
ni tengo ni lo quiero.
La pierna no es delgada,
el muslo no es muy grueso,
y el pie que Dios me ha dado
no es grande ni pequeño.
El vestido que gasto
debe siempre ser negro,
que, ausente de ti, sólo,
de luto vestir debo.
Una banda celeste
me cruza por el pecho,
que suele ser insignia
de honor en mi colegio.
Ya miras cómo en todo
disto de los extremos;
pues lo mismo, lo mismo
es el alma que tengo.
En vicios, en virtudes,
pasiones y talentos,
en todo ¡vida mía!
en todo guardo un medio:
sólo, sólo en amarte
me voy hasta el extremo.
Mi trato y mis modales
van a par con mi genio:
blandos, dulces, sin arte
lo mismo que mis versos.
Este es, pues, mi retrato,
el cual queda perfecto,
si una corona en torno
de su frente ponemos,
de rosas enlazadas
al mirto y laurel tierno,
que el Amor y las Musas
alegres me ciñeron.
Y siéntame a la orilla
de un plácido arroyuelo,
a la sombra de un árbol,
floridos campos viendo;
y en un rincón del cuadro
tirados en el suelo,
el sombrero, la banda,
las borlas y el capelo.
Me pondrán en el hombro
con mil lascivos juegos
la amorosa paloma
que me ha ofrecido Venus.
Junto a mí, pocos libros,
muy pocos, pero buenos:
Virgilio, Horacio, Ovidio;
a Plutarco, al de Teyo,
a Richardson, a Pope,
y a ti ¡oh Valdés!, ¡oh tierno
amigo de las Musas,
mi amor y mi embeleso!
Y al pie de mi retrato,
pondrán este letrero:
«Amó cuanto era amable,
amó cuanto era bello».

¡Oh, retrato dichoso!,
vas donde yo no puedo:
tu suerte venturosa
¡con cuánta envidia veo!
Anímate a la vista
de aquella que más quiero,
y dile mis ternuras,
y dile mis deseos.
Dale mil y mil veces
pruebas de mi amor tierno,
y dale mil abrazos,
y en la mejilla un beso.

Autor del poema: José Joaquín de Olmedo

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