10 Poemas de Ignacio Manuel Altamirano 

LOS NARANJOS

Perdiéronse las neblinas
En los picos de la sierra,
Y el sol derrama en la tierra
Su torrente abrasador.
Y se derriten las perlas
Del argentado rocío,
En las adelfas del río
Y en los naranjos en flor.

Del mamey el duro tronco
Picotea el carpintero,
Y en el frondoso manguero
Canta su amor el turpial;
Y buscan miel las abejas
En las piñas olorosas,
Y pueblan las mariposas
El florido cafetal.

Deja el baño, amada mía,
Sal de la onda bullidora;
Desde que alumbró la aurora
Jugueteas loca allí.
¿Acaso el genio que habita
De ese río en los cristales,
Te brinda delicias tales
Que lo prefieres a mí?

¡Ingrata! ¿por qué riendo
Te apartas de la ribera?
Ven pronto, que ya te espera
Palpitando el corazón
¿No ves que todo se agita,
Todo despierta y florece?
¿No ves que todo enardece
Mi deseo y mi pasión?

En los verdes tamarindos
Se requiebran las palomas,
Y en el nardo los aromas
A beber las brisas van.
¿Tu corazón, por ventura,
Esa sed de amor no siente,
Que así se muestra inclemente
A mi dulce y tierno afán?

¡Ah, no! perdona, bien mío;
Cedes al fin a mi ruego;
Y de la pasión el fuego
Miro en tus ojos lucir.
Ven, que tu amor, virgen bella,
Néctar es para mi alma;
Sin él, que mi pena calma,
¿Cómo pudiera vivir?

Ven y estréchame, no apartes
Ya tus brazos de mi cuello,
No ocultes el rostro bello
Tímida huyendo de mí.
Oprímanse nuestros labios
En un beso eterno, ardiente,
Y transcurran dulcemente
Lentas las horas así.

En los verdes tamarindos
Enmudecen las palomas;
En los nardos no hay aromas
Para los ambientes ya.
Tú languideces; tus ojos
Ha cerrado la fatiga
Y tu seno, dulce amiga,
Estremeciéndose está.

En la ribera del río,
Todo se agosta y desmaya;
Las adelfas de la playa
Se adormecen de calor.
Voy el reposo a brindarte
De trébol en esta alfombra
De los naranjos en flor.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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RECUERDOS

Se oprime el corazón al recordarte,
Madre, mi único bien, mi dulce encanto;
Se oprime el corazón y se me parte,
Y me abrasa los párpados el llanto.

Lejos de ti y en la orfandad, proscrito,
Verte nomás en mi delirio anhelo;
Como anhela el presito
Ver los fulgores del perdido cielo.

¡Cuánto tiempo, mi madre, ha transcurrido
Desde ese día en que la negra suerte
Nos separó cruel!... ¡Tanto he sufrido
Desde entonces, oh Dios, tanto he perdido,
Que siento helar mi corazón de muerte!

¿No lloras tú también ¡oh madre mía!
Al recordarme, al recordar el día
En que te dije adiós, cuando en tus brazos
Sollozaba infeliz al separarme,
Y con el seno herido hecho pedazos,
Aun balbucí tu nombre al alejarme?

Debiste llorar mucho. Yo era niño
Y comencé a sufrir, porque al perderte
Perdí la dicha del primer cariño.
Después, cuando en la noche solitaria
Te busqué para orar, sólo vi el cielo,
Al murmurar mi tímida plegaria,
Mi profundo y callado desconsuelo.

Era una noche obscura y silenciosa,
Sólo cantaba el búho en la montaña;
Sólo gemía el viento en la espadaña
De la llanura triste y cenagosa.
Debajo de una encina corpulenta
Inmóvil entonces me postré de hinojos,
Y mi frente incliné calenturienta.

¡Oh! ¡cuánto pensé en ti llenos los ojos
de lágrimas amargas! ... la existencia.
Fue ya un martirio, y erial de abrojos
El sendero del mundo con tu ausencia.

Mi niñez pasó pronto, y se llevaba
Mis dulces ilusiones una a una;
No pudieron vivir, no me inspiraba
El dulce amor que protegió mi cuna.
Vino después la juventud insana,
Pero me halló doliente caminando
Lánguido en pos de la vejez temprana,
Y las marchitas flores deshojando
Nacidas al albor de mi mañana.

Nada gocé; mi fe ya está perdida;
El mundo es para mí triste desierto;
Se extingue ya la lumbre de mi vida,
Y el corazón, antes feliz, ha muerto.

Me agito en la orfandad, busco un abrigo
Donde encontrar la dicha, la ternura
De los primeros días; ni un amigo
Quiere partir mi negra desventura.
Todo miro al través del desconsuelo;
Y ni me alivia en mi dolor profundo
El loco goce que me ofrece el mundo,
Ni la esperanza que sonríe en el cielo.

Abordo ya la tumba, madre mía,
Me mata ya el dolor... voy a perderte,
Y el pobre ser que acariciaste un día
¡Presa será temprano de la muerte!

Cuando te dije adiós, era yo niño:
Diez años hace ya; mi triste alma
Aún siente revivir su antigua calma
Al recordar tu celestial cariño.

Era yo bueno entonces, y mi frente
Muy tersa aún tu ósculo encontraba...
Hace años, de dolor la reja ardiente
Allí dos surcos sin piedad trazaba.

Envejecí en la juventud, señora;
Que la vejez enferma se adelanta,
Cuando temprano en el dolor se llora,
Cuando temprano el mundo desencanta,
Y el iris de la fe se descolora.

Cuando contemplo en el confín del cielo,
En la mano apoyando la mejilla,
Mis montañas azules, esa sierra
Que apenas a vislumbrar mi vista alcanza,
Dios me manda el consuelo,
Y renace mi férvida esperanza,
Y me inclino doblando la rodilla,
Y adoro desde aquí la hermosa tierra
De las altas palmeras y manglares,
De las aves hermosas, de las flores,
De los bravos torrentes bramadores,
Y de los anchos ríos como mares,
Y de la brisa tibia y perfumada
Do tu cabaña está mujer amada.

Ya te veré muy pronto madre mía;
Ya te veré muy pronto, ¡Dios lo quiera!
Y oraremos humildes ese día
Junto a la cruz de la montaña umbría,
Como en los años de mi edad primera.
Olvidaré el furor de mis pasiones.
Me volverán rientes una a una
De la niñez las dulces ilusiones,
El pobre techo que abrigó mi cuna.
Reclinaré en tu hombro mi cabeza
Escucharás mis quejas de quebranto,
Velarás en mis horas de tristeza
Y enjugarás las gotas de mi llanto.

Huirán mi duda, mi doliente anhelo.
Recuerdos de mi vida desdichada;
Que allí estarás, ¡oh ángel de consuelo!
Pobre madre infeliz... ¡madre adorada!.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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LA CAÍDA DE LA TARDE

Mirar como traspone las montañas
El sol, cansado al fin de su carrera,
De este río sentado en la ribera,
Escuchando su ronco murmurar.
O ver las aves que con tardo vuelo
Van a las ramas a buscar descanso,
O mis ojos clavar en el remanso
Que oscurece la sombra del palmar.

A esta mustia soledad salvaje
Venir ¡ay triste! a demandar remedio,
En mi constante y doloroso tedio;
Y el pesar abatiéndome después.
Y pasar afligido hora tras hora,
De la ausencia en el lóbrego martirio;
De un imposible afán en el delirio...
¡Ésta , lejos de ti, mi vida es!

Tu recuerdo tenaz nunca se esconde,
En el oscuro abismo de mi mente,
Y el fuego de tu amor, aún vive ardiente,
Abrasándome siempre el corazón,
No vale huir de ti... que el alma loca
Vuela a do estás, en alas del deseo,
O te atrae hacia mí, y aquí te veo,
Sombra a quien presta vida mi pasión!

Y evoco las memorias de otros días
Que dichosos, mas breves trascurrieron,
Pero que amantes al pasar nos vieron
Desmayados, del goce en la embriaguez.
Y pido a estas riberas la ventura
De esas horas de amor dulces y bellas,
Mas ¡ay! no pueden darme lo que aquellas
En que te vi por la primera vez.

Nada me sonríe ya, cuando va el cielo
Tiñendo de carmín por un instante,
Desde su tumba de oro, fulgurante,
Del tibio sol la moribunda luz.
Nada promete a mi esperanza ansiosa,
A mi deseo audaz o a mi pena,
La noche, cuando, de delicias llena,
Va envolviendo la tierra en su capuz.

¡Ay! y las palmas, las hermosas palmas
Que tú tan gratas para siempre hicieras,
A ninguno, sus tristes cabelleras
Hoy acarician, de nosotros dos.
Y cuando entre sus ramas solitaria,
Cayendo va la estrella de la tarde
Tu mirada semeja, como ella arde,
Así ardía en tu postrer adiós.

Y esa pálida estrella vespertina
Que un momento en el cielo resplandece,
Y que declina pronto y desparece,
Semeja así nuestro pasado bien!
He ahí lo que me queda, recordarte,
De esta fatal ausencia en el hastío,
Y pensar que en los bordes de ese río,
Tal vez tú lloras por mi amor también.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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AL XUCHITENGO

¡Oh, Dios! ¿quién me diera volver a esos días
De goces tranquilos y sueños de amor,
Y allí en tus riberas azules y umbrías,
Dormir escuchando tu dulce rumor?

¡Qué pronto pasaron mis horas risueñas,
Mis blancas visiones, mis noches de paz!
¡Qué pronto pasaron, hiriendo halagüeñas
Mi pecho, a su paso, con dicha fugaz!

Tristísima invoca venturas pasadas
El alma doliente que gime sin fe;
Tristísimas buscan mis yertas miradas
Allí entre tus bosques al ángel que amé

Tú fuiste de amores felices, testigo;
Mi Carmen, tus playas ardientes pisó:
Su voz escuchaste, tú fuiste su amigo,
Tu linfa su imagen divina espejó,

Porque ella buscaba tu lecho de flores
Que anima el aliento de un Mayo eternal,
Y el búcaro tibio de blandos olores
Que suave acaricia tu limpio cristal.

¡Qué tardes hermosas allí en tus riberas;
Qué dulce es el rayo del sol junto a ti!
¡Qué sombras ofrecen tus verdes mangueras,
Qué alfombras de césped se extienden allí!

La flor del naranjo la brisa embalsama,
Los nardos perfuman el bosque también;
El mirto silvestre su aroma derrama,
Y el plátano esbelto refresca la sien.

¡Oh río! mi historia de dicha tú vistes,
Allí en tus riberas borrada estará...
Vinieron mis tiempos nublados y tristes,
Aquella divina mujer... ¡murió ya!

Tan sólo me queda la dulce memoria
De aquel desdichado, tiernísimo amor,
Cual vago reflejo de pálida gloria,
Cual de astro que pasa fugaz esplendor.

¿Te acuerdas? yo iba las flores cogiendo
Más frescas y puras, en pos de mi bien,
Y ella guirnaldas hermosas tejiendo,
Que luego adornaban su cándida sien.

¡Oh! sí, ¡cuántas veces con rojas verbenas
Los negros cabellos joyantes trenzó,
Y al ver en tus linfas azules, serenas,
Su imagen tan bella, contenta sonrió!

Aún nacen las rosas aquí en tus riberas,
Aún cantan las aves sus himnos quizás,
Aún todo contento respira... y ¿mi amada?
No puedes volvérmela, no, murió ya!

Sin ella, ¿qué vales, qué ofreces?, ¡oh río!
¿Qué vale ni el mundo, ya muerto el amor?
No busco ya solo, tu encanto sombrío,
¡Oh! déjame, lejos, llevar mi dolor.

¡Oh Dios! ¿quién me diera volver a esos días
De goces tranquilos y sueños de amor,
Y allí en tus riberas azules y umbrías,
Dormir escuchando tu dulce rumor?

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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LA SALIDA DEL SOL

Ya brotan del sol naciente
los primeros resplandores,
dorando las altas cimas
de los encumbrados montes.
Las neblinas de los valles
hacia las alturas corren,
y de las rocas se cuelgan
o en las cañadas se esconden.
En ascuas de oro convierten
del astro rey los fulgores,
del mar que duerme tranquilo
las mansas ondas salobres.
sus hilos tiende el rocío
de diamantes tembladores,
en la alfombra de los prados
y en el manto de los bosques.
sobre la verde ladera
que esmaltan gallardas flores,
elevan sus frente altiva
los enhiestos girasoles,
y las caléndulas rojas
vierte al pie sus olores.
Las amarillas retamas
visten las colinas, donde
se ocultan pardas y alegres
las chozas de los pastores.
Purpúrea el agua del río
lame de esmeralda el bordo,
que con sus hojas encubren
los plátanos cimbradores;
mientras que allá en la montaña,
flotando en la peña enorme,
la cascada se reviste
de iris con los colores.
El ganado en las llanuras
trisca alegre, salta y corre;
cantan las aves, y zumban
mil insectos bullidores
que el rayo del sol anima,
que pronto mata la noche.
En tanto el sol se levanta
sobre el lejano horizonte,
bajo la bóveda limpia
de un cielo sereno . . . Entonces
sus fatigosas tareas
suspenden los labradores,
y un santo respeto embarga
sus sencillos corazones.
En el valle, en la floresta,
en el mar, en todo el orbe
se escuchan himnos sagrados,
misteriosas oraciones;
porque el mundo en esta hora
es altar inmenso, en donde
la gratitud de los seres
su tierno holocausto pone;
y Dios, que todos los días
ofrenda tan santa acoge,
la enciende de Sol que nace
con los puros resplandores.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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MARÍA

Allí en el valle fértil y risueño,
Do nace el Lerma y, débil todavía
Juega, desnudo de la regia pompa
Que lo acompaña hasta la mar bravía;
Allí donde se eleva
El viejo xinantécatl, cuyo aliento,
Por millares de siglos inflamado,
Al soplo de los tiempos se ha apagado,
Pero que altivo y majestuoso eleva
Su frente que corona eterno hielo
Hasta esconderla en el azul del cielo.

Allí donde el favonio murmurante
Mece los frutos de oro del manzano
Y los rojos racimos del cerezo
Y recoge en sus alas vagarosas
La esencia de los nardos y las rosas.

Allí por vez primera
Un extraño temblor desconocido,
De repente, agitado y sorprendido
Mi adolescente corazón sintiera.

Turbada fue de la niñez la calma,
Ni supe qué pensar en ese instante
Del ardor de mi pecho palpitante
Ni de la tierna languidez del alma.

Era el amor: mas tímido, inocente,
Ráfaga pura del albor naciente,
Apenas devaneo
Del pensamiento virginal del niño;
No la voraz hoguera del deseo,
Sino el risueño lampo del cariño.

Yo la miré una vez, virgen querida
Despertaba cual yo, del sueño blando
De las primeras horas de la vida:
Pura azucena que arrojó el destino
De mi existencia en el primer camino,
Recibían sus pétalos temblando
Los ósculos del aura bullidora
Y el tierno cáliz encerraba apenas
El blanco aliento de la tibia aurora.

Cuando en ella fijé larga mirada
De santa adoración, sus negros ojos
De mi apartó; su frente nacarada
Se tiñó del carmín de los sonrojos;
Su seno se agitó por un momento,
Y entre sus labios espiró su acento.

Me amó también. Jamás amado había;
Como yo, esta inquietud no conocía,
Nuestros ojos ardientes se atrajeron
Y nuestras lamas vírgenes se unieron
Con la unión misteriosa que preside
El hado, entre las sombras, mudo y ciego,
Y de la dicha del vivir decide
Para romperla sin clemencia luego.

¡Ay! Que esta unión purísima debiera
No turbarse jamás, que así la dicha
Tal vez perenne en la existencia fuera:
¿Cómo no ser sagrada y duradera
si la niñez entretejió sus lazos
Y la animó, divina, entre sus brazos
La castidad de la pasión primera?

Pero el amor es árbol delicado
Que el aire puro de la dicha quiere,
Y cuando de dolor el cierzo helado
Su frente toca, se doblega y muere.

¿No es verdad? ¿no es verdad, pobre María?
¿Por qué tan pronto del pesar sañudo
Pudo apartarnos la segura impía?
¿Cómo tan pronto obscurecernos pudo
La negra noche en el nacer del día?

¿Por qué entonces no fuimos más felices?
¿Por qué después no fuimos más constantes?
¿Por qué en el débil corazón, señora,
Se hacen eternos siglos los instantes,
Desfalleciendo antes
De apurar del dolor la última hora?

¡Pobre María! Entonces ignorabas
Y yo también, lo que apellida el mundo
¡Amor... amor! Y ciega no pensabas
Que es perfidia, interés, deleite inmundo,
Y que tu alma pura y sin mancilla
Que amó como los ángeles amaran
Con fuego intenso, mas con fe sencilla,
Iba a encontrarse sola y sin defensa
De la maldad entre la mar inmensa.

Entonces, en los días inocentes
De nuestro amor, una mirada sola
Fue la felicidad, los puros goces
De nuestro corazón... el casto beso,
La tierna y silenciosa confianza,
La fe en el porvenir y la esperanza.

Entonces... en las noches silenciosas
¡Ay! Cuántas horas contemplamos juntos
Con cariño las pálidas estrellas
En el cielo sin nubes cintilando,
Como si en nuestro amor gozaran ellas;
O el resplandor benéfico y amigo
De la callada luna,
De nuestra dicha plácido testigo,
O a las brisas balsámicas y leves
Con placer confiamos
Nuestros suspiros y palabras breves.

¡Oh! ¿qué mal hace al cielo
Este modesto bien, que tras él manda
De la separación el negro duelo,
La frialdad espantosa del olvido
Y el amargo sabor del desengaño,
Tristes reliquias del amor perdido?

Hoy sabes qué sufrir, pobre María,
Y sentiste al presente
El desamor que mezcla su hiel fría
De los placeres en la copa ardiente,
El cansancio, la triste indiferencia,

Y hasta el odio que impío
El antes cielo azul de la existencia
Nos convierte en un cóncavo sombrío,
Y la duda también, duda maldita
Que de acíbar eterno el alma llena,
La enturbia y envenena
Y en el caos del mal la precipita.

Muy pronto, sí, nos condenó la suerte
A no vernos jamás hasta la muerte:
Corrió la primera lágrima encendida
Del corazón a la primera herida,
Mas pronto se siguió el pensar profundo,
Del desdén la sonrisa amenazante
Y la mirada de odio chispeante,
Terrible reto de venganza al mundo.

Mucho tiempo pasó. Tristes seguimos
El mandato cruel del hado fiero,
Contrarias sendas recorriendo fuimos
Sin consuelo ni afán... Y bien, señora,
¿Podremos sin rubor mirarnos ora?
¡Ah! ¡qué ha quedado de la virgen bella!
Tal vez la seducción marcó su huella

En tu pálida frente ya surcada,
Porque contemplo en tus hundidos ojos
Señal de llanto y lívida mirada.
Con el fulgor de acero de la ira.
Se marchitaron los claveles rojos
Sobre tus labios ora contraidos
Por risa de desdén que desafía
Tu bárbaro pesar, ¡pobre María!

Y yo... yo estoy tranquilo:
Del dolor las tremendas tempestades,
Roncas rugieron agitando el alma;
La erupción fue terrible y poderosa...
Pero hoy volvió la calma
Que se turbó un momento,
Y aunque siente el volcán mugir violento
El fuego adentro del, nunca se atreve
Su cubierta a romper de dura nieve.

Continuemos, mujer, nuestro camino.
¿Dónde parar? ...¿Acaso los sabemos?
¿Lo sabemos acaso? Que destino
Nos lleve como ayer: ciegos vaguemos,
Ya que ni un faro de esperanza vemos
Llenos de duda y de pesar marchamos,
Marchamos siempre, y a perdernos vamos
¡Ay! De la muerte en el océano obscuro,
¿Hay más allá riberas?... no es seguro,
Quién sabe si las hay; mas si abordamos
A esas riberas torvas y sombrías
Y siempre silenciosas,
Allí sabré tus quejas dolorosas,
Y tú también escucharás las mías.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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FLOR DEL ALBA

Las montañas de Occidente
La luna traspuso ya,
El gran lucero del alba
Mírase apenas brillar
Al través de los nacientes
Rayos de luz matinal;
Bajo su manto de niebla
Gime soñoliento el mar,
Y el céfiro en las praderas
Tibio despertando va.
De la sonrosada aurora
Con la dulce claridad,
Todo se anima y se mueve,
Todo se siente agitar:
El águila allá en las rocas
Con fiereza y majestad
Erguida ve el horizonte
Por donde el sol nacerá;
Mientras que el tigre gallardo
Y el receloso jaguar
Se alejan buscando asilo
Del bosque en la oscuridad.
Los alciones en bandadas
Rasgando los aires van,
Y el madrugador comienza
Las aves a despertar:
Aquí salta en las caobas
El pomposo cardenal,
Y alegres los guacamayos
Aparecen más allá.
El aní canta en los mangles,
En el ébano el turpial,
El cenzontli entre las ceibas,
La alondra en el arrayán,
En los maizales el tordo
Y el mirlo en el arrozal.
Desde su trono la orquídea
Vierte de aroma un raudal;
Con su guirnalda de nieve
Se corona el guayacán,
Abre el algodón sus rosas,
El ilamo su azahar,
Mientras que lluvia de aljófar
Se ostenta en el cafetal,
Y el nelumbio en los remansos
Se inclina el agua a besar.
Allá en la cabaña humilde
Turban del sueño la paz
En que el labriego reposa ,
Los gallos con su cantar;
El anciano a la familia
Despierta con tierno afán,
Y la campana del Barrio
Invita al cristiano a orar.
Entonces, niña hechicera,
De la choza en el umbral
Asoma, que flor del alba
La gente ha dado en llamar.
El candor del cielo tiñe
Su semblante virginal,
Y la luz de la modestia
Resplandece en su mirar.
Alta, gallarda y apenas
Quince abriles contará;
De azabache es su cabello
Sus labios bermejos, más
Que las flores del granado
La púrpura y el coral,
Si sonríen, blancas perlas
Menudas hacen brillar.
Ya sale airosa, llevando
El cántaro en el yagual,
Sobre la erguida cabeza
Que apenas mueve al andar;
Cruza el sendero de mirtos
Y cabe un cañaveral,
Donde hay una cruz antigua,
Bajo el lecho de un palmar,
Plantada sobre las peñas
Musgosas de un manantial.
Arrodillada la niña
Humilde se pone a orar,
Al arroyuelo mezclando
Sus lágrimas de piedad.
Luego sube a la colina
Desde donde se ve el mar,
Y allí con mirada inquieta,
Buscando afanosa está
Una barca entre las brumas
Que ahuyenta ledo el terral;
Los campesinos alegres
Que a los maizales se van,
Al verla así, la bendicen,
Y la arrojan al pasar
Maravillas olorosas
De las cercas del bajial,
Que es la bella Flor del alba,
La dulce y buena deidad
Que adoran los corazones
De aquel humilde lugar.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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EN LA MUERTE DE CARMEN

¡Tanto esperar!... ¡tanto sufrir, y en vano!
¡Morir las ilusiones tan temprano!
¡Tanta oración perdida y tanto afán!
Así después de bárbaras fatigas,
Ve el labrador quebrarse sus espigas
Al soplo destructor del huracán!

¿Conque es verdad, Señor? ¿Después de tanto
Suspirar por un bien, en el quebranto
De mi lánguida y mísera niñez,
Cuando una dicha me aparece apenas,
De Tántalo al martirio me condenas
Y te enfureces contra mí otra vez?

¿Qué te he hecho yo, criatura desdichada
Que arrastro una existencia envenenada
Por el amargo filtro del dolor,
Para que tú, Dios grande omnipotente,
Así descargues en mi débil frente
Los golpes sin cesar de tu furor?

¿Mi delito es vivir? Tú lo quisiste.
¡Ay! Tú me has dado le existencia triste
Que me tortura y que me cansa ya,
Tú que otros seres al placer destinas,
Una corona dísteme de espinas
Que el corazón despedazando va.

Tal vez en vano en mi dolor le ruego;
Es el Acaso el que preside ciego
Del oscuro universo en el caos;
Él nos destina a bárbara existencia
Con implacable y fría indiferencia;
Es un fantasma la piedad de Dios!

Si blasfemo ¡perdón! En mi martiro
El corazón se abrasa, y el delirio
Trastorna mi cerebro, sí; ¡piedad!
Soy un amante triste y desolado,
El astro de mis dichas ha eclipsado,
Con su negro capuz la eternidad.

¡Corred... oh!... ¡mas corred, lágrimas mías!
Ya se apagó la antorcha de los días
De mi nublada y pobre juventud!
Una mujer, un ángel de consuelo
Fugaz me apareció... y eterno duelo
Dejome al ocultarla el ataúd.

Miradla inerte... ¿comprendéis ahora,
Almas que habéis amado, por qué llora
Con lágrimas de sangre el corazón?
¿Sabéis lo que es una mujer querida
Cuyo amor alimenta nuestra vida?
¿Sabéis lo que es perderla? ¡Maldición!

Es ¡ay! perder, el que cansado vaga,
La única linfa que su sed apaga
Del desierto en el tórrido arenal.
Es ¡ay! perder el pobre condenado
Que cruzara este mundo, desdichado,
La esperanza en la vida celestial.

Esa mujer me amó... mis años lentos
De soledad, de hastío, de tormentos,
Por ella, por su amor solo olvidé.
Era mi Dios, mi pecho solitario
Fue de su imagen perennal santuario;
Como a Dios adoraba, la adoré.

Cambiose el mundo, para mí sombrío
Cuando me apareció, bello ángel mío,
Riente, puro, dulce, encantador,
Con su mirada lánguida y ardiente,
Con el pudor divino de su frente
Y con su seno trémulo de amor.

Azucena purísima y lozana
Abriéndose al calor de la mañana,
Al beso del cefir primaveral.
¡Oh! ¿quién dijera que secar podría
Aun antes de llegar a medio día
El sol, su cáliz blando y virginal?

¡Mujer, adiós! ¡pudiera yo animarle
Con mi ósculo de fuego, y contemplarte
Apasionada y tierna sonreír!
¡Verte, en tu seno derramar mi lloro,
Y jurarte de nuevo que te adoro,
Y a tus plantas después, mi bien, morir!

Ángel, adiós... tu alma refulgente
Brilla a los pies del Dios omnipotente,
Y amante aún me mira... desde allí.
Cuando el Señor sonría a tus caricias,
Y te arrebate en célicas delicias,
Ángel... mi amor, acuérdate de mí.

Y cuando cruces el azul del cielo,
Nunca te olvides de inclinar tu vuelo
A este lóbrego mundo de dolor.
Yo te veré, yo seguiré tus huellas
Entr e el blanco vapor de las estrellas,
Y de la luna al pálido fulgor.

Yo invocaré tu imagen bienhechora
Para que me consuele en esa hora
De silencio solemne y de quietud.
Porque ¡ay! entonces turbarán mi calma
Las negras tempestades de mi alma,
Reliquia de mi triste juventud.

Yo escucharé tu voz en la armonía
De la floresta al despuntar el día,
De las palmas al lánguido vaivén.
Y en la callada tarde solitaria,
Guando murmure triste mi plegaria
En el Ocaso te veré también.

Del mundo en la borrasca tenebrosa
Tu sublime mirada esplendorosa
Será la estrella que me guíe, mi luz.
Y en mis impías horas de demencia,
El fuego iré a encender de mi creencia
De tu sepulcro en la escondida cruz.

¡Adiós ángel, adiós! en mi tormento
Mi existencia será solo un lamento;
Mas con tu dulce imagen viviré.
¡Adiós, sueños rosados, dulces horas,
Dulces como el placer y engañadoras!
¡Adiós, mi amor y mi primera fe!

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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LAS AMAPOLAS

El sol en medio del cielo
Derramando fuego está;
Las praderas de la costa
Se comienzan a abrasar,
Y se respira en las ramblas
El aliento de un volcán.

Los arrayanes se inclinan,
Y en el sombrío manglar
Las tórtolas fatigadas
Han enmudecido ya;
Ni la más ligera brisa
Viene en el bosque a jugar.

Todo reposa en la tierra,
Todo callándose va,
Y sólo de cuando en cuando
Ronco, imponente y fugaz,
Se oye el lejano bramido
De los tumbos de la mar.

A las orillas del río,
Entre el verde carrizal,
Asoma una bella joven
De linda y morena faz;
Siguiéndola va un mancebo
Que con delirante afán
Ciñe su ligero talle,
Y así le comienza a hablar:

—«Ten piedad, hermosa mía,
Del ardor que me devora,
Y que está avivando impía
Con su llama abrasadora
Esta luz de mediodía.

»Todo suspira sediento,
Todo lánguido desmaya,
Todo gime soñoliento:
El río, el ave y el viento
Sobre la desierta playa.

»Duermen las tiernas mimosas
En los bordes del torrente;
Mustias se tuercen las rosas,
Inclinando perezosas
Su rojo cáliz turgente.

»Piden sombra a los mangueros,
Los floripondios tostados;
Tibios están los senderos
En los bosques perfumados
De mirtos y limoneros.

»Y las blancas amapolas
De calor desvanecidas,
Humedecen sus corolas
En las cristalinas olas
De las aguas adormidas.

»Todo invitarnos parece,
Yo me abraso de deseos;
Mi corazón se estremece,
Y ese sol de Junio acrece
Mis febriles devaneos.

»Arde la tierra, bien mío;
En busca de sombra vamos
Al fondo del bosque umbrío,
Y un paraíso finjamos
En los bordes de ese río.

»Aquí en retiro encantado,
Al pie de los platanares
P or el remanso bañado,
Un lecho te he preparado
De eneldos y de azahares.

»Suelta ya la trenza oscura
Sobre la espalda morena;
Muestra la esbelta cintura,
Y que forme la onda pura
Nuestra amorosa cadena.

»Late el corazón sediento;
Confundamos nuestras almas
E n un beso, en un aliento...
Mientra s se juntan las palmas
A las caricias del viento.

»Mientras que las amapolas,
De calor desvanecidas,
Humedecen sus corolas
En las cristalinas olas
De las agua s adormidas».

Así dice amante el joven,
Y con lánguido mirar
Responde la bella niña
Sonriendo... y nada más.

Entre las palmas se pierden;
Y del día al declinar,
Salen del espeso bosque,
A tiempo que empiezan ya
Las aves a despertarse
Y en los mangles a cantar.

Todo en la tranquila tarde
Tornando a la vida va;
Y entre los alegres ruidos,
Del Sud al soplo fugaz,
Se oye la voz armoniosa
De los tumbos de la mar.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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LAS ABEJAS

Ya que del carmen en la sombra amiga
Fuego vertiendo el caluroso estío,
A buscar un refugio nos obliga
Cabe el remanso del sereno río;
Ven, pobre amigo, ven, y descansando
De la ribera sobre el musgo blando,
Oirás del labio mío
Palabras de amistad, consoladoras,
Que calmarán la lúgubre tristeza
Con que insensato en tu despecho lloras.
¡Lamentas de los duelos la crudeza,
Tú, cuyos quietos y dorados días
Aún alumbra risueña la esperanza;
Tú cuya confianza,
Inocentes placeres, y alegrías,
Jamás han enturbiado
Las desgracias impías
Con su terrible aliento emponzoñado!

¡Tú joven, tú feliz, tú a quien halaga
Con sus preciosos dones la fortuna.
Tú a quien el mundo seductor embriaga
Sus flores ofreciendo una por una;
Tú a quien la juventud, hermosa maga,
Dulcemente convida
A disfrutar la dicha tentadora
Que en sus ardientes frutos atesora
El árbol misterioso de la vida!

Tú no debes llorar; deja que el llanto
Del débil viejo la mejilla abrase
Y que la espina del tenaz quebranto
Su congojado corazón traspase;

Tú, joven ¡a gozar! la sangre hirviente
Sientes bullir aún; la vida es bella,
Y en sus campos el sol resplandeciente
A tus ojos destella.

¿Por qué te afliges? di, ¿por qué inclinabas
Callando tristemente,
La dolorida frente?
¿A la pérfida acaso recordabas?
Inexperto doncel, ¿de qué te quejas?
¿Por qué llorando de la vil te alejas?
¿Qué ventura has perdido?
¿Qué tesoro escondido
En ese corazón perjuro dejas?
¿Por qué cuando en un día,
Primera vez miraste
De esa traidora la belleza impía,
El terrible fulgor no vislumbraste
De la maldad que en su mirada ardía?

Ni amor, ni virtud santa
Abriga esa mujer; vicio temprano,
Como a las gentes que en la corte habitan,
Ya corrompió su corazón liviano.
Si amor a buscar fuiste
Entre el pérfido mundo cortesano,
Por eso ahora ¡ay triste!
¡Lloras el tiempo que perdiste en vano!
¡Amor allí no existe!
Allí cual frescas, perfumadas rosas,
Al corazón se ofrecen las hermosas.
¡Ay de quien su perfume
Aspira incauto, y de confianza lleno
Pronto en la duda y tedio se consume
Al negro influjo del mortal veneno.

¡Amor no existe allí!... La dulce niña
Cuando asoma el pudor por vez primera
En su frente de ángel, y su pecho
Sincero amando, palpitar debiera,
De infame corrupción con el ejemplo
No al sentimiento puro le consagra,
Porque del oro le convierte en templo.
¿Qué dicha, qué placeres
Esperas tú encontrar de esas mujeres
En el vendido seno
A los ardores del cariño ajeno,
Cuando su impura llama,
Si nace, solamente
Al soplo vil del interés se inflama?
Huye la corte, amigo, y la ventura
Ven a buscar aquí, do la inocencia
Te ofrecerá en la flor de la hermosura
Un tierno cáliz de sabrosa esencia.
Libando su dulzura
Cambiará tu existencia;
Del tedio sanarás que te aniquila,
Y la virtud amando, suavemente
Tu vida pasará cual la corriente
De ese arroyo tranquila.

¿Ves discurrir zumbando entre las flores
De este carmen umbroso y escondido,
Afanosas buscando las abejas
El néctar delicioso, apetecido?
Mira cuál van dejando desdeñosas
De su brillo s pesar y su hermosura
Las flores venenosas.
Ellas buscan quizá las más humildes,
Las que ocultas tal vez en la espesura
De las agrestes breñas
Apenas se distinguen, o en la oscura
Grieta se esconde de las rudas peñas;
Ellas no creen que al ostentarse ufanas
Aquellas que parecen
Con mayor altivez y más colores,
Sean también las que ofrecen
Los nectarios mejores.

Tú imita ese modelo,
Pobre insecto, es verdad, pero dotado
Por el próvido cielo
De un instinto sagaz y delicado;
Y en el jardín del mundo,
Si el néctar de la dicha libar quieres
Para endulzar las penas de la vida,
Deja la flor pomposa, envanecida
Que a la virtud en su soberbia insulta;
Busca a la que se oculta
Viviendo entre las sombras recogida.

Una infame y perjura cortesana
Tu corazón sedujo; tú la amaste,
Y alimentando tu pasión insana
Tu puro corazón envenenaste.
Olvídala, y que presto,
Ya despertando de tu error funesto,
Puedas hallar la miel de los amores
De esla montaña en las sencillas flores.

Mirta, la dulce Mirla, la que alegra
Nuestras montañas y risueños prados,
La que garbosa con diadema negra
De cabellos rizados
Su tersa frente candorosa ciñe,
Que el alba pura con sus lampos tiñe.
La de los grandes y rasgados ojos,
La de los frescos labios purpurinos
Que ríen, mostrando deslumbrantes perlas,
La de turgentes hombros y divinos
Que la Venus de Gnido envidiaría.
Mírala, ¿no enloquece tu alma, joven,
Como hace tiempo, enloqueció la mía?
¿La faz de tu perjura es comparable,
Y su pálida tez marchita y fría
Do la salud y la color simula
Comprado afeite, con la faz rosada
De esta virgen del bosque,
Do la sangre purísima circula
Con el calor y el aire de los campos,
Y con la grata esencia
Que en su redor esparce la inocencia?
Dime, ¿a apagar su fuego esa mirada
Con el ansioso labio no provoca?
¿Quién al verla sonriendo, no querría
Libar la miel de su encendida boca?
¿Quién no deseara con delirio ciego
Estrecharla en sus brazos un instante?
¿Dónde buscar de amor el sacro fuego
Sino en su seno blanco y palpitante?
¿Y dónde hallar la dicha que asegura
Su fé constante y pura?

Estas flores, amigo, ansioso busca,
Abeja del amor, y no te cuida
De los torpes placeres
Que te ofrece la corte corrompida,
Si el néctar de la dicha libar quieres
Para endulzar las penas de la vida.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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