91 Poemas mexicanos 

TRAS LOS ADIOSES ÚLTIMOS

Tardes alcanforadas en vidrieras de enfermo,
tras los adioses últimos de las locomotoras,
y en las palpitaciones cardíacas del pañuelo
hay un desgarramiento de frases espasmódicas.

El ascensor eléctrico y un piano intermitente
complican el sistema de la casa de 'apartmentes',
y en el grito morado de los últimos trenes
intuyo la distancia.

A espaldas de la ausencia se demuda el telégrafo.
Despachos emotivos desangran mi interior.

Sugerencia, L-10 y recortes de periódicos;
¡oh dolorosa mía
tú estás tan lejos de todo,
y estas horas que caen amarillean la vida!

En el fru-fru inalámbrico del vestido automático
que enreda por la casa su pauta seccional,
incido sobre un éxtasis de sol a las vidrieras,
y la ciudad es una ferretería espectral.

Las canciones domésticas
de cocos a la calle.

(¡Ella era un desmayo de pretigios supremos
y dolencias católicas de perfumes envueltos
a través de mis dedos!)

Accidente de lágrimas. Locomotoras últimas
renegridas a fuerza de gritarnos adiós
y ella en 3 latitudes, ácida de blancura,
derramada en silencio sobre mi corazón.

Autor del poema: Manuel Maples Arce

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TÚNEL

Una antorcha enemiga
alumbra —mientras duermes— el profundo
túnel que de mi amor a tu alma lleva.

Con invisibles puños
¿qué taciturno guardia la sustenta?
Quiero avanzar... Y me detiene un muro
de colérico sol. Pretendo entonces
retroceder y siento que una puerta
se cierra tras de mí siempre que dudo...

En plena luz me quedo
—trémulo, terco, ciego— imaginando
no más el golpe brusco
con que, al cortar tu sueño,
me arrojará a la aurora, sin antorchas,
otro invisible centinela mudo.

Autor del poema: Jaime Torres Bodet

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TRES CRUCES

I - Leónidas
Murieron, su deber quedó cumplido;
Mas del paso del bárbaro monarca
Guardaron las Termópilas la marca
Clavando en una cruz al gran vencido.
Cadáver que bien pronto ha repartido
A jirones el viento en la comarca
Y en cuyo pecho roto por la Parca
El águila del Etna hace su nido.
La sangre de Leónidas que gotea
En la urna de bronce de la historia,
A todo pueblo en lucha por su idea
Ungirá con el crisma de la gloria,
Como a Esparta en el día de Platea
Al compás del peal de la victoria.

II - Espartaco
De los buitres festín los gladiadores
Y harto de sangre el legionario, al frente
De las enseñas tórnase impaciente
A Roma, Craso, en pos de sus lictores.
De la matanza envuelto en los vapores
Yace Espartaco de la cruz pendiente;
Y es su can de combate solamente
Testigo de sus últimos dolores.
Sobre aquella pasión callada y tierna
Lenta cae la noche hora tras hora;
Cuando la sombra por el mar se interna
Y el lampo matinallas cimas dora,
La cruz se yergue oscura, pero eterna
En el vago apoteosis de la aurora.

III - Jesús
En la cruz del helénico guerrero
La Patria , santo amor, nos ilumina;
La libertad albea matutina
Del tracio esclavo en el suplicio fiero.
Uno hay mayor del Gólgota el madero;
Porque en el ser de paz que allí se inclina
El alma en sus anhelos se adivina
Que está crucificado en el hombre entero.
De esas tres hostias de una gran creencia,
Sólo Jesús resucitó y alcanza
Culto en la cruz, señal de su existencia.
Es que nos ha dejado su enseñanza,
Un mundo de dolor en la conciencia
Y en el cielo una sombra de esperanza.

Autor del poema: Justo Sierra Méndez

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CANTARES

Yo soy quien sin amparo cruzó la vida
En su nublada aurora, niño doliente,
Con mi alma herida,
El luto y la miseria sobre la frente;
Y en mi hogar solitario y, agonizante,
Mi madre amante.

Yo soy quien vagabundo cuentos fingía,
Y los ecos del pueblo que recogía
Torné en cantares;
Porque era el pueblo humilde toda mi ciencia
Y era escudo, en mis luchas con la indigencia,
De mis pesares.

La soledad austera y el libre viento
Le dieron a mi pecho robusto aliento,
Fiera entereza;
Y así tuvo mi lira cantos sentidos,
En lo íntimo de mi alma sordos gemidos
De mi pobreza.

La nube quien volaba con alas de oro,
La tórtola amorosa que se quejaba
Como con lloro;
El murmullo del aura que remedaba
Las voces expresivas del sentimiento
Cobijó mi acento.

Y el bandolón que un barrio locuaz conmueve,
Y el placer tempestuoso con que la plebe
Muestra contento;
Sus bailes, sus cantares y sus amores,
Fueron luz arroyuelos, aves y flores
De mi talento.

Cantando ni yo mismo me sospechaba
Que en mí, la patria hermosa con voz nacía,
Que en mí brotaba
Con sus penas , con sus gloria s y su alegría,
Sus montes y sus lagos, su lindo cielo,
Y su alma que en perfumes se esparcía.

Entonces a la choza del jornalero,
Al campo tumultuoso del guerrillero
Llevé mis sones;
Y no a regias beldades ni peregrinas,
Sino a obreras modestas, a alegres chinas
Di mis canciones.

¡Oh patria idolatrada, yo en tus quebrantos,
ensalcé con ternura tus fueros santos,
sin arredrarme;
tu tierra era mi carne, tu amor mi vida,
hiel acerba en tus duelos fue mi bebida
para embriagarme!

YO tuve himnos triunfales para tus muertos,
Mi voz sembró esperanzas en tus desiertos
Y, complaciente,
A la tropa cansada la consolaba,
Y oyendo mis leyendas me reanimaba
Riendo valiente.

Hoy merezco recuerdo de ese pasado
de luz y de tinieblas, de llanto y gloria;
soy un despojo, un resto casi borrado
de la memoria. . .

Pero esta pobre lira que está en mis manos,
Guarda para mi pueblo sentidos sones;
Y acentos vengadores y maldiciones;
A sus tiranos. . . ¡

Autor del poema: Guillermo Prieto

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FLOR DEL ALBA

Las montañas de Occidente
La luna traspuso ya,
El gran lucero del alba
Mírase apenas brillar
Al través de los nacientes
Rayos de luz matinal;
Bajo su manto de niebla
Gime soñoliento el mar,
Y el céfiro en las praderas
Tibio despertando va.
De la sonrosada aurora
Con la dulce claridad,
Todo se anima y se mueve,
Todo se siente agitar:
El águila allá en las rocas
Con fiereza y majestad
Erguida ve el horizonte
Por donde el sol nacerá;
Mientras que el tigre gallardo
Y el receloso jaguar
Se alejan buscando asilo
Del bosque en la oscuridad.
Los alciones en bandadas
Rasgando los aires van,
Y el madrugador comienza
Las aves a despertar:
Aquí salta en las caobas
El pomposo cardenal,
Y alegres los guacamayos
Aparecen más allá.
El aní canta en los mangles,
En el ébano el turpial,
El cenzontli entre las ceibas,
La alondra en el arrayán,
En los maizales el tordo
Y el mirlo en el arrozal.
Desde su trono la orquídea
Vierte de aroma un raudal;
Con su guirnalda de nieve
Se corona el guayacán,
Abre el algodón sus rosas,
El ilamo su azahar,
Mientras que lluvia de aljófar
Se ostenta en el cafetal,
Y el nelumbio en los remansos
Se inclina el agua a besar.
Allá en la cabaña humilde
Turban del sueño la paz
En que el labriego reposa ,
Los gallos con su cantar;
El anciano a la familia
Despierta con tierno afán,
Y la campana del Barrio
Invita al cristiano a orar.
Entonces, niña hechicera,
De la choza en el umbral
Asoma, que flor del alba
La gente ha dado en llamar.
El candor del cielo tiñe
Su semblante virginal,
Y la luz de la modestia
Resplandece en su mirar.
Alta, gallarda y apenas
Quince abriles contará;
De azabache es su cabello
Sus labios bermejos, más
Que las flores del granado
La púrpura y el coral,
Si sonríen, blancas perlas
Menudas hacen brillar.
Ya sale airosa, llevando
El cántaro en el yagual,
Sobre la erguida cabeza
Que apenas mueve al andar;
Cruza el sendero de mirtos
Y cabe un cañaveral,
Donde hay una cruz antigua,
Bajo el lecho de un palmar,
Plantada sobre las peñas
Musgosas de un manantial.
Arrodillada la niña
Humilde se pone a orar,
Al arroyuelo mezclando
Sus lágrimas de piedad.
Luego sube a la colina
Desde donde se ve el mar,
Y allí con mirada inquieta,
Buscando afanosa está
Una barca entre las brumas
Que ahuyenta ledo el terral;
Los campesinos alegres
Que a los maizales se van,
Al verla así, la bendicen,
Y la arrojan al pasar
Maravillas olorosas
De las cercas del bajial,
Que es la bella Flor del alba,
La dulce y buena deidad
Que adoran los corazones
De aquel humilde lugar.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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EL REMOLINO

Adentro, en las rajadas claridades
del remolino, el artista beckettiano
se agazapa, se curva, hecho un ovillo
de uranio, despidiendo toscos perfumes
de fenomenología. Sobre sus espaldas,
la tarde es un vaho de polimorfismo
perverso. El artista beckettiano
cierra los ojos para ver
la transparencia interior,
un dispositivo cómico que ha inventado
para contrarrestar el dolor de cabeza.
Circunda la escena
un teatro filosófico: alma, tiempo,
espacio, trascendencia, muescas
de sílabas. Samuel Beckett deja de escribir,
mete la mano en el remolino
y saca bolsas llenas de frías efigies
–monedas o máscaras de yeso.

Autor del poema: David Huerta

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EL MENDIGO

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.

El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van.

Prosigue descubriendo mi pupila famélica
más panes y más lindas mujeres y más rosas
en el bando de cuervos que en la jornada célica
sus picos atavía con las cargas preciosas,
y encima de mi sacro apetito no baja
sino un pétalo, un rizo prófugo, una migaja.

Saboreo mi brizna heteróclita, y siente
mi sed la cristalina nostalgia de la fuente,
y la pródiga vida se derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente
como una cornucopia se vuelca en un cadalso.

Autor del poema: Ramon Lopez Velarde

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LAS ABEJAS

Ya que del carmen en la sombra amiga
Fuego vertiendo el caluroso estío,
A buscar un refugio nos obliga
Cabe el remanso del sereno río;
Ven, pobre amigo, ven, y descansando
De la ribera sobre el musgo blando,
Oirás del labio mío
Palabras de amistad, consoladoras,
Que calmarán la lúgubre tristeza
Con que insensato en tu despecho lloras.
¡Lamentas de los duelos la crudeza,
Tú, cuyos quietos y dorados días
Aún alumbra risueña la esperanza;
Tú cuya confianza,
Inocentes placeres, y alegrías,
Jamás han enturbiado
Las desgracias impías
Con su terrible aliento emponzoñado!

¡Tú joven, tú feliz, tú a quien halaga
Con sus preciosos dones la fortuna.
Tú a quien el mundo seductor embriaga
Sus flores ofreciendo una por una;
Tú a quien la juventud, hermosa maga,
Dulcemente convida
A disfrutar la dicha tentadora
Que en sus ardientes frutos atesora
El árbol misterioso de la vida!

Tú no debes llorar; deja que el llanto
Del débil viejo la mejilla abrase
Y que la espina del tenaz quebranto
Su congojado corazón traspase;

Tú, joven ¡a gozar! la sangre hirviente
Sientes bullir aún; la vida es bella,
Y en sus campos el sol resplandeciente
A tus ojos destella.

¿Por qué te afliges? di, ¿por qué inclinabas
Callando tristemente,
La dolorida frente?
¿A la pérfida acaso recordabas?
Inexperto doncel, ¿de qué te quejas?
¿Por qué llorando de la vil te alejas?
¿Qué ventura has perdido?
¿Qué tesoro escondido
En ese corazón perjuro dejas?
¿Por qué cuando en un día,
Primera vez miraste
De esa traidora la belleza impía,
El terrible fulgor no vislumbraste
De la maldad que en su mirada ardía?

Ni amor, ni virtud santa
Abriga esa mujer; vicio temprano,
Como a las gentes que en la corte habitan,
Ya corrompió su corazón liviano.
Si amor a buscar fuiste
Entre el pérfido mundo cortesano,
Por eso ahora ¡ay triste!
¡Lloras el tiempo que perdiste en vano!
¡Amor allí no existe!
Allí cual frescas, perfumadas rosas,
Al corazón se ofrecen las hermosas.
¡Ay de quien su perfume
Aspira incauto, y de confianza lleno
Pronto en la duda y tedio se consume
Al negro influjo del mortal veneno.

¡Amor no existe allí!... La dulce niña
Cuando asoma el pudor por vez primera
En su frente de ángel, y su pecho
Sincero amando, palpitar debiera,
De infame corrupción con el ejemplo
No al sentimiento puro le consagra,
Porque del oro le convierte en templo.
¿Qué dicha, qué placeres
Esperas tú encontrar de esas mujeres
En el vendido seno
A los ardores del cariño ajeno,
Cuando su impura llama,
Si nace, solamente
Al soplo vil del interés se inflama?
Huye la corte, amigo, y la ventura
Ven a buscar aquí, do la inocencia
Te ofrecerá en la flor de la hermosura
Un tierno cáliz de sabrosa esencia.
Libando su dulzura
Cambiará tu existencia;
Del tedio sanarás que te aniquila,
Y la virtud amando, suavemente
Tu vida pasará cual la corriente
De ese arroyo tranquila.

¿Ves discurrir zumbando entre las flores
De este carmen umbroso y escondido,
Afanosas buscando las abejas
El néctar delicioso, apetecido?
Mira cuál van dejando desdeñosas
De su brillo s pesar y su hermosura
Las flores venenosas.
Ellas buscan quizá las más humildes,
Las que ocultas tal vez en la espesura
De las agrestes breñas
Apenas se distinguen, o en la oscura
Grieta se esconde de las rudas peñas;
Ellas no creen que al ostentarse ufanas
Aquellas que parecen
Con mayor altivez y más colores,
Sean también las que ofrecen
Los nectarios mejores.

Tú imita ese modelo,
Pobre insecto, es verdad, pero dotado
Por el próvido cielo
De un instinto sagaz y delicado;
Y en el jardín del mundo,
Si el néctar de la dicha libar quieres
Para endulzar las penas de la vida,
Deja la flor pomposa, envanecida
Que a la virtud en su soberbia insulta;
Busca a la que se oculta
Viviendo entre las sombras recogida.

Una infame y perjura cortesana
Tu corazón sedujo; tú la amaste,
Y alimentando tu pasión insana
Tu puro corazón envenenaste.
Olvídala, y que presto,
Ya despertando de tu error funesto,
Puedas hallar la miel de los amores
De esla montaña en las sencillas flores.

Mirta, la dulce Mirla, la que alegra
Nuestras montañas y risueños prados,
La que garbosa con diadema negra
De cabellos rizados
Su tersa frente candorosa ciñe,
Que el alba pura con sus lampos tiñe.
La de los grandes y rasgados ojos,
La de los frescos labios purpurinos
Que ríen, mostrando deslumbrantes perlas,
La de turgentes hombros y divinos
Que la Venus de Gnido envidiaría.
Mírala, ¿no enloquece tu alma, joven,
Como hace tiempo, enloqueció la mía?
¿La faz de tu perjura es comparable,
Y su pálida tez marchita y fría
Do la salud y la color simula
Comprado afeite, con la faz rosada
De esta virgen del bosque,
Do la sangre purísima circula
Con el calor y el aire de los campos,
Y con la grata esencia
Que en su redor esparce la inocencia?
Dime, ¿a apagar su fuego esa mirada
Con el ansioso labio no provoca?
¿Quién al verla sonriendo, no querría
Libar la miel de su encendida boca?
¿Quién no deseara con delirio ciego
Estrecharla en sus brazos un instante?
¿Dónde buscar de amor el sacro fuego
Sino en su seno blanco y palpitante?
¿Y dónde hallar la dicha que asegura
Su fé constante y pura?

Estas flores, amigo, ansioso busca,
Abeja del amor, y no te cuida
De los torpes placeres
Que te ofrece la corte corrompida,
Si el néctar de la dicha libar quieres
Para endulzar las penas de la vida.

Autor del poema: Ignacio Manuel Altamirano

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PAISAJES

I
Meridies

Rojo, desde el cenit, el sol caldea.
La torcaz cuenta al río sus congojas,
medio escondida entre las mustias hojas
que el viento apenas susurrando orea.

La milpa, ya en sazón, amarillea,
de espigas rebosante y de panojas,
y reveberan las techumbres rojas
en las vecinas casas de la aldea.

No se oye estremecerse el cocotero
ni en la ribera sollozar los sauces;
solos están la vega y el otero,

desierto el robledal, secos los cauces
y, tendido a la orilla de un estero,
abre el lagarto sus enormes fauces.

II
Noctifer

Todo es cantos, suspieros y rumores
Agítanse los vientos tropicales
zumbando entre los verdes carrizales,
gárrulos y traviesos en las flores.

Bala el ganado, silban los pastores,
las vacas mugiendo a los corrales,
canta la codorniz en los maízales
y grita el guacamayo en los alcores.

El día va a morir; la tarde avanza.
Súbito llama a la oración la esquila
de la ruinosa erminta, en lontananza.

Y Venus, melancólica y tranquila,
desde el perfil del horizonte lanza
la luz primera de su azul pupila.

Autor del poema: Manuel José Othón

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LA MUSA

Yo la flauta de Pan en la espesura
de la selva encontré. Dónela al griego
cantor de Dafnis que, al ferviente ruego
de Virgilio, cedióla con premura.

La heredó Garcilaso y de su obscura
mansión Cheniér la arrebató; mas luego,
tinta en sangre, fué á hundirse en el sosiego
perdurable de horrenda sepultura.

¿Cómo pudiste tú, con fe serena,
arrancarla de allí? . . . Mas fuera agravio
hoy el almo trinar de Filomena.

Castiga al mundo decadente y sabio.
]Anda, pastor! devuélveme la, avena,
melificada por tu dulce labio.

Autor del poema: Manuel José Othón

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