80 Poemas latinoamericanos 

LA HABANA

No es Cuba, donde el mar disuelve el alma.
No es Cuba -que nunca vio Gaugin,
Que nunca vio Picasso-,
Donde negros vestidos de amarillo y de guinda
Rondan el malecón, entre dos luces,
Y los ojos vencidos
No disimulan ya los pensamientos.

No es Cuba - la que oyó a Stravisnsky
Concertar sones de marimbas y güiros
En el entierro del Papá Montero,
Ñañigo de bastón y canalla rumbero.

No es Cuba -donde el yanqui colonial
Se cura del bochorno sorbiendo "granizados"
De brisa, en las terrazas del reparto;
Donde la policía desinfecta
El aguijón de los mosquitos últimos
Que zumban todavía en español.

No es Cuba - donde el mar se transparenta
Para que no se pierdan los despojos del Maine,
Y un contratista revolucionario
Tiñe de blanco el aire de la tarde,
Abanicando, con sonrisa veterana,
Desde su mecedora, la fragancia
De los cocos y mangos aduaneros.

Autor del poema: Alfonso Reyes Ochoa

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NUEVA YORK

Los incrédulos repetirán
-una y otra vez-
tu nombre,
como lo hago yo
en esta noche de turbia embriaguez
en que admiro tu belleza de tigre,
tu lumbre de ramera,
tu orfebrería invernal,
las huellas que fosforecen
sobre el ávido asfalto.
Nada en tí es dulce,
nada calienta,
ni siquiera la temporal luz del sol
reflejándose en el agua.
Hechicera,
orgullosa ciudad de alas negras,
de fantasmales y nocturnas geometrías,
un duro mar acecha
tu corazón de piedra.
El latigazo de la locura
te inventa diariamente
-Nueva York-
perpetua ciudad del miedo,
más,
en algún lugar
las lágrimas empañarán tu espejo
mítica ciudad,
soberbia,
mientras me enamoras esta noche,
me engulles
en tu acuario opulento
de peces anhelantes.

Autor del poema: Carmen Matute

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PERPETUA, COMO LOS HUESOS QUE ATRAVIESAN MI CARNE...

Perpetua, como los huesos que atraviesan mi carne,
(porque debes saber, amada, que este calcio mortal
no es osamenta, que es traspasante espina y enfurecida
lanza)
como la tierra desesperada y seca, como los árboles;
honda y turbulenta en las viejísimas sangres de
la tarde encendida de sueños y aves...
eres, amada, oh agua, oh nube y hoja en la lenta distancia.

Por buscarte, adelgazados hasta el vuelo de la
muerte están los tristes brazos...
¿Qué saliva pudo, jamás, tocarte?
¿qué polvo pudo, en tus grandes lágrimas, acercarse a
mi barro?
¿Cuántas veces te he dicho mi silencio? ¿cuántas veces
mis palabras, nada más que en tus ojos se abatieron, cansadas, como pájaros?

(Y estoy solo, traspasado de mí, atravesado de mis
huesos, dolorosos y doloridos huesos de hombre, igual
a una raíz inútil en un suelo desconocido, igual
a la lengua de un perro en el agua salobre)

Yo te llamé con el más simple nombre, como el aire,
limpia en lejanos cristales y alta de fugas, oh
perpetua como las alas.

Yo, gemebundo, con pávidas astillas me clavé a la
esperanza, y la esperanza no era más que mi carne
ciega y vana.
¡Qué vegetal dolor el del recuerdo crecido en la
dulce comarca que apacentó tu nombre!
¡qué transparentes sueños a la orilla de sueño de
tus aéreas manos!
(y yo, un hombre en soledad, un tibio borde de amargura, un latido en la ceniza del crepúsculo,
una pequeña nada, una sombra crecida en tu cierta
palabra,
estoy en la mudez de traspasada carne)
Háblame con la infinita voz que en los cielos gira y
canta,
que es estrella en la noche y rocío en la niña mañana.
Háblame tú, recién nacida, eterna y perpetua distancia.
Háblame tú, perpetua al acabado corazón, al enterrado
corazón de tierra y a la ahogada palabra.

Autor del poema: Francisco Granizo

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LOS DESPOSADOS DE LA MUERTE

Michael Farrel ardía con un ardor puro como la luz.
Sus manos enseñaban a amar los lirios
y sus sienes a desear el oro de las estrellas.
En sus ojos bullían trémulas luces oceánicas.
Sus formas eran el himno de castidad de la arcilla,
suave y fragante y musical.
Bajo sus bucles rubios, undosos y profusos,
parecían temblar las alas de un ángel.

Emiliano Atehortúa era muy sencillo
y traía una infantilidad inagotable.
Su adolescencia láctea, meliflua y floreal,
fluía por las escarpas de mi madurez
como fluye por el cielo la leche del alba.
Cuando le vi en el vano ejercicio de la vida
me pareció que me envolvía el rumor de una selva
y me inundó el corazón la virtud musical de las aguas.
Hay almas tan melódicas como si fueran ríos
o bosques en las orillas de los ríos!

Guillermo Valderrama era indolente y apasionado.
Como un licor de bajo precio,
la vida le produjo una embriaguez innoble.
Sus formas pregonaban el triunfo de una estirpe.
Había en su voz un glú-glú redentor
y su amante le llamó una vez
"el Príncipe de las hablas de agua".

Leonel Robledo era muy tímido
bajo una apariencia llena de majestad.
En el recóndito espejo de su ternura
se le reflejaba la imagen de una mujer.
Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación.
Le vi llorar una vez por males de ausencia
y me dije: hay una tempestad en una gota de rocío,
y, sin embargo, no se conmueven los luceros...

Stello Ialadaki era armonioso, rosáceo, azulino,
como los mares de Grecia, como las islas que ellos ciñen.
Efundía del mundo algo irreal, risueño, fantástico.
Se le veía como marchando de las playas de ensueño
que rozaron las quillas de Simbad el Marino,
hacia las vagas latitudes
por donde erró Sir John de Mandeville.
Cuando le conocí tuve antojo de releer la Odisea,
y por la noche soñé en el misterio de las espigas.
¡Evanaam! ¡Evanaam!

Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía
como los roncos ecos del monte a los pinos.
Alma laboriosa, la soledad era su ambiente necesario.
Sus ilusiones fructificaban como una floresta
oculta por los tules del "todavía-no".
Sus palabras revelaban la fuerza de la realidad,
y sus actos tenían la sencillez de un gajo de roble.

Autor del poema: Porfirio Barba Jacob

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INCITACIÓN

En el muro quedaron los tatuajes del juego,
el tiempo me conmina pero no me doblego,
siento a pesar de todo brutal desasosiego
y el código de agobios lo dejo para luego.

Antes de que el crepúsculo en noche se convierta,
y se duerma la calle y se entorne la puerta
a solas con mi pobre madurez inexperta,
quiero que mi demanda se encuentre con tu oferta.

No es bueno que la astucia me busque a la deriva
como si el amor fuera sólo una tentativa
y ya que ahora asombras a mi alma votiva,
confío en que asombrado tu cuerpo me reciba.

Nos consta que el presente es breve y es impuro,,
pero cuando los torsos celebren su conjuro
y llamen nuestros ojos cual brasas en lo oscuro,
sólo entonces sabremos cómo será el futuro.

Aspiro a que tu suerte de nuevo me rescate
del frío y de la sombra..... del tedio y el combate,
la gloria nos espera sola en su escaparate
mientras tú y yo probamos la sal y el disparate.

Sola en su desafío nos espera la gloria
y con su habilidad veterana y suasoria
entre nosotros borra la línea divisoria
y nuestros pies se buscan para empezar la historia.

Autor del poema: Mario Benedetti

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A LA BELLEZA

¡Oh, divina belleza! Visión casta
de incógnito santuario,
ya muero de buscarte por el mundo
sin haberte encontrado.
Nunca te han visto mis inquietos ojos,
pero en el alma guardo
intuición poderosa de la esencia
que anima tus encantos.
Ignoro en qué lenguaje tú me hablas,
pero, en idioma vago,
percibo tus palabras misteriosas
y te envío mis cantos.
Tal vez sobre la tierra no te encuentre,
pero febril te aguardo,
como el enfermo, en la nocturna sombra,
del sol el primer rayo.
Yo sé que eres más blanca que los cisnes,
más pura que los astros,
fría como las vírgenes y amarga
cual corrosivos ácidos.
Ven a calmar las ansias infinitas
que, como mar airado,
impulsan el esquife de mi alma
hacia país extraño.
Yo sólo ansío, al pie de tus altares,
brindarte en holocausto
la sangre que circula por mis venas
y mis ensueños castos.
En las horas dolientes de la vida
tu protección demando,
como el niño que marcha entre zarzales
tiende al viento los brazos.
Quizás como te sueña mi deseo
estés en mí reinando,
mientras voy persiguiendo por el mundo
las huellas de tu paso.
Yo te busqué en el fondo de las almas
que el mal no ha mancillado
y surgen del estiércol de la vida
cual lirios de un pantano.
En el seno tranquilo de la ciencia
que, cual tumba de mármol,
guarda tras la bruñida superficie
podredumbre y gusanos.
En brazos de la gran Naturaleza,
de los que huí temblando
cual del regazo de la madre infame
huye el hijo azorado.
En la infinita calma que se aspira
en los templos cristianos
como el aroma sacro de incienso
en ardiente incensario.
En las ruinas humeantes de los siglos,
del dolor en los antros
y en el fulgor que irradian las proezas
del heroísmo humano.
Ascendiendo del Arte a las regiones
sólo encontré tus rasgos
de un pintor en los lienzos inmortales
y en las rimas de un bardo.
Mas como nunca en mi áspero sendero
cual te soñé te hallo,
moriré de buscarte por el mundo
sin haberte encontrado.

Autor del poema: Julián del Casal

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LA BALADA DE LOS HOMBRES HAMBRIENTOS

Los hombres hambrientos tienen oro
casas con retretes de mármol
y vestidos suntuosos
Pero no pueden matar el hambre y la sed
del tigre de sus ojos

Los hombres hambrientos son
en alguna forma hermosos
Por una magia mortal y execrable
sus oídos se han vuelto sordos
Pero los hombres hambrientos simulan oír
y pagan bien a los cantores

Pregonan una extraña desesperación
han perdido el recuerdo de los humanos olores
caminan para buscar un aroma imbuscable
el de los tallos de las flores muertas y de los pétalos podridos
el olor que al mismo tiempo es
el olor de la muerte y el olor del nacer
Se cubre de moho el corazón
de estos hombres hambrientos
Se entrecruzan a la deriva
No se ven
Son muchos en movimiento
Sus mujeres lavadas en agua de caros perfumes sintéticos
adustas acechan también
aquel olor que alcanza los huesos
Si levantan las cabezas hacia cosas más altas
no distinguen otra cosa que el viento
Remeros esclavos en un gran bajel de oro
van los hombres y mujeres hambrientos…

Autor del poema: Mario Rivero

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ELEGÍA SIMPLISTA

Sesenta universitarios fueron
asesinados en Caracas.

A Gonzalo Carnevali: En el destierro.

Con los huesos que blanquean en la noche,
con los huesos de los muchachos muertos por la conquis
ta, con los huesos que blanquean eternamente bajo la
luna cuando la tierra es cal y calma violentamente fría,
alcemos una selva de danzas primitivas.

Será la ofrenda póstuma de los muchachos muertos.

Ellos eran más o menos sesenta,
sesenta en carne y hueso adolescentes confiados,
y después de la pelea que duró treinta horas
sólo volvieron a sus casas
cinco docenas de recuerdos transparentes.

Sus huesos blanquearán en la noche enlutada
pero nosotros tendremos valor para vengarlos.

Pelearon contra un regimiento entero y mejor armado,
contra ametralladoras y fusiles de tiro rápido,
contra prodigiosas bestias de la tierra y del aire
manejadas por hombres perfectamente fríos.

Flotaban en la luz de una nueva conciencia.
Todavía la leche les blanqueaba en los labios
así que alegres, jubilosos y fuertes,
dijeron adiós a sus primas y a sus amigas.

Ellos eran sesenta hazañosos muchachos
–luego, que no creyeran en la muerte–
y volvieron del campo a sus hogares
cinco docenas de sombras solamente.

Pero sabemos que por acerbos étnicos,
rotos sus espinazos y sus tibias,
ensarrados los huesos de sus pies ligeros,
ensarrados por el paludismo,
y tembloroso el cuerpo por la quinina,
siempre hicieron gala de una moral muy alta.

Siempre juntos, siempre, coléricos o alegres,
cantaban las chacotas más obscenas
haciendo chiste las intimidades de sus amigas
o entonando los antiguos himnos del colegio,
según el enemigo hiciera frente o retrocediera.

Porque les alegraba la plenitud del pleito,
el instinto que desborda sin diques en el hombre,
la animalidad piafante y soberana.

Pedro, Octavio, Juan y Luis Alberto
–sus nombres no importen y sean lo de menos–.

Podremos conocerlos y seleccionarlos
para la justicia de mejores tiempos futuros
yendo donde todas las madres que ya no tienen hijos,
donde todas las muchachas que no abrazarán más a sus
mozosrobustos.

Ellos eran sesenta hazañosos muchachos
–luego, que no creyeran en la muerte–
y volvieron del campo a sus hogares
cinco docenas de sombras solamente.

Autor del poema: Manolo Cuadra

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AMOR AMÉRICA (1400)

Antes que la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias.

El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre.

No se perdió la vida, hermanos pastorales.
Pero como una rosa salvaje
cayó una gota roja en la espesura
y se apagó una lámpara de tierra.

Yo estoy aquí para contar la historia.
Desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas
de la tierra final, en las espumas
acumuladas de la luz antártica,
y por las madrigueras despeñadas
de la sombría paz venezolana,
te busqué, padre mío,
joven guerrero de tiniebla y cobre,
oh tú, planta nupcial, cabellera indomable,
madre caimán, metálica paloma.

Yo, incásico del légamo,
toqué la piedra y dije:
Quién
me espera? Y apreté la mano
sobre un puñado de cristal vacío.
Pero anduve entre llores zapotecas
y dulce era la luz como un venado,
y era la sombra como un párpado verde.

Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta la más delgada
palabra aún no nacida de mi boca.

Autor del poema: Pablo Neruda

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POEMA 7

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.

Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.

Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.

Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.

Inclinado en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.

Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.

Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

Autor del poema: Pablo Neruda

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